Oviedo



Durante los últimos meses en mi cabeza fue cobrando forma la idea de marcharme de Cataluña. La razón no se le escapa a nadie que haya estado atento al ruido de los telediarios: cuando la tensión política se hace tan espesa que lo invade todo llega un momento en el que lo único que te apetece es coger el petate, quitarte de en medio y empezar de nuevo en otro lugar. 

Durante ese tiempo surgió una oportunidad laboral que me permitía regresar a Asturias. Si quieren que les diga la verdad esa no era, ni de lejos, una mis opciones preferidas: demasiada lluvia, demasiada humedad y quizás, también, demasiados recuerdos. Pero con el mal rollo que emana de todo lo relacionado con el fastidioso "proceso" y sus infinitas y asfixiantes derivadas, Oviedo llegó a convertirse en un destino prometedor, en una esperanza o, quizás, en una salida de emergencia.

Esta semana, en Madrid, durante la reunión anual de secretarios generales, esa oportunidad se materializó de forma definitiva y, para mi sorpresa, tardé menos de 24 horas en responder que había decidido no volver. Lo hice con la añoranza del que ve partir un tren que sabe que no volverá a pasar, pero con la certeza del que -de alguna forma que no puede explicar- sabe que Asturias, su cielo gris y su paisaje verde, forman parte del pasado y no del futuro. Seguiré yendo por allí de visita un par de veces al año (y si se tercia alguna más) pero... nada más.

Me quedo. Y cuando me jubile, dentro de 12 años, me iré a tomar el sol a algún lugar en la que las palabras lluvia y niebla se conjuguen en pretérito imperfecto inverosímil, lo que, como criterio de selección, cierra algunas puertas pero abre otras la mar de interesantes. Todos atravesamos un largo pasillo repleto de entradas y salidas que no llegaremos a recorrer, lugares en los que todo sería un poco diferente o quizás, un poco igual, porque el viajero, cada uno de nosotros, siempre es el mismo y los cuentos que nos contamos son también los mismos. Cada uno de nosotros es su propia e impermeable constante universal.

Estoy contento. Y, a la vez, ando medio cabizbajo, atravesado por la vertiginosa melancolía del que ha deseado durante mucho tiempo algo cuya luz ahora se desvanece. Cuando eso ocurre -aunque sea por voluntad propia- no deja de producirse una pequeña llaga de esas que tardan algún tiempo en dejar de supurar. También eso es la vida: una herida cuyo dolor intermitente nunca se agota del todo y que siempre encuentra nuevas formas de abrirse paso a través de la espesa selva de nuestros miedos y esperanzas.

PD. Gracias por abrirme esa puerta cuando más lo necesitaba. No lo olvidaré nunca. Y mil perdones por no llegar a cruzarla. 




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