Palabras


Nadie puede detener el tiempo pero los momentos especiales de la vida son capaces de ralentizarlo. Por desgracia también esos momentos acaban por convertirse en recuerdos y cuando eso ocurre -y ocurre siempre- nos resistimos a aceptar la idea de que la memoria no es un lugar físico al que se puede regresar a voluntad como quien toma la Línea 2 del Metro y se apea en Pinar de Chamartín, sino un artefacto del tiempo, la cuarta dimensión de las cosas y que por eso mismo nada dura para siempre, todo se quiebra y se transforma cada segundo en algo un poco distinto, como el lomo de un tigre que atraviesa de noche una carretera secundaria iluminada por los fogonazos de la tormenta. 

Pero hay una puerta de atrás que conduce a la casa de la memoria. Esa puerta son las palabras: el roce de los labios sobre un vaso, la marca de unos pies mojados sobre el suelo de de madera, el viejo cojín de terciopelo de mi abuela. Por eso los hombres primitivos se reunían alrededor del fuego para escuchar historias, porque intuían que a través de las palabras se obra una especie de milagro que hace que el tiempo se pliegue y todo regrese a su principio. No puedo coger los viejos zapatos de mi padre y salir a la calle a buscarlo, pero a través de las palabras vuelvo a ser el niño que acaricia su pelo suave y escucha su respiración profunda. 

Por eso las palabras son magia. Y por eso no he aprendido a tolerar el silencio: porque en el silencio todo se desvanece, distante e invisible. 

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