Dejar de pensar


Esta noche, después de ultimar los preparativos de la comida de nochebuena de mañana, he vuelto a ver, una vez más, La Gran Belleza. He observado que a medida que me hago mayor incurro cada vez más en el lastimoso hábito de la recurrencia: ya no me interesa tanto rastrear dónde se oculta la belleza como regresar a los lugares en los que tengo la certeza de que voy a encontrarla porque ya lo he hecho en otras ocasiones. Y La Gran Belleza es uno de ellos.

No ignoro que ese hábito es otra forma, una más, de hacerme mayor. Pero eso nunca me ha preocupado. No temo envejecer ni morir: ni de una atentado, ni de un atropello ni de un cáncer incurable. La muerte me sobrevendrá -como a todos- algún día, pero, en sí misma, no me produce ninguna reacción emocional en particular: ni me asusta ni me impresiona. Podría dormir la siesta en medio de un cementerio con total tranquilidad si hubiera suficiente calor y una sombra propicia. De hecho estoy seguro que los moradores del lugar me caerían mejor que gran parte de mis convecinos, porque la gente -viva o muerta- que guarda silencio y no importuna al prójimo con chorradas goza de mis mayores simpatías.

A cambio, siempre he tenido la certeza de que, en un sentido ambivalente y nada obvio, estoy malgastando mi vida. Me ocurre desde niño: tengo la vaga impresión de que hay una fiesta que discurre en alguna otra parte, una fiesta en la que Rafaella Carrà interpreta su legendaria Far l'amore y todo el mundo se lo pasa bien y yo me la estoy perdiendo. Esa sensación, la de estar siempre un poco en fuera de juego, la de que hay algo que nunca acaba de encajar del todo, la de que hay una pérdida inevitable en cada cosa que me sucede, viaja conmigo y ha sobrevivido a todas las mudanzas y a todos los paisajes. 

No me preocupa mi muerte, la muerte es sólo el final. Me preocupa todo lo que ocurre antes: los demacrados e inconstantes destellos de belleza, perder a las personas a las que quiero y, aún más que eso, vivir sin ser capaz de comprender nada, como un niño que por más que se esfuerza es incapaz de aprender la lección.

Añoro -vagamente- las otras personas que podría haber sido y las otras vidas que podría haber llegado a vivir. Pero esa añoranza está hecha más de melancolía que de tristeza. Por eso en Navidad regreso a La Gran Belleza o a Días de Radio, porque navegando por esas aguas profundas en las que la alegría y la nostalgia se dan la mano regreso a un universo que me resulta familiar y que es capaz de vadear las peligrosas corrientes que merodean alrededor de la Navidad. No pasa nada. Está bien así. Al fin y al cabo la nostalgia, como dice alguien en la película, es la única distracción que nos queda a los que no tenemos fe en el futuro. 

Se acerca el final de otro año más. Esta vez, para variar, me iré a Asturias unos días para pasar el fin de año. Tengo curiosidad por averiguar que sensaciones experimentará mi turbulento aparato emocional al ser sometido a esa inusual experiencia. Sea como sea, a mi regreso les contaré los detalles. Entretanto, les deseo feliz navidad. Diviértanse y no piensen demasiado. Ya se lo he dicho alguna vez: pensar es un mal sustituto de vivir. La vida está hecha para ser vivida y no para ser pensada. En el fondo es sólo un truco. Sólo es un truco. 

No estaría mal que, a fuerza de repetírselo a ustedes, acabara por aprenderlo yo.


Feliz Navidad!



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