Tu casa
Al regresar descubres medio aturdido por el asombro que tu casa, la vieja casa en la que viniste al mundo, desafiando las leyes de la naturaleza, ha seguido creciendo y se ha hecho mayor sin contar contigo y, por lo que parece, sin echarte de menos y por eso ahora no paras de tropezarte con cosas que no están donde debieran y en tu vieja cama -en tu propia cama, nada menos- hay una manta verde del Ikea, una camisa de cuadros arrugada, dos docenas de castañas y un calendario gigante patrocinado por una pescadería de Gijón en el que se ve un hórreo repleto de panoyes de maíz y todo eso, aunque no te guste, en el fondo es lo más normal del mundo, porque marcharte de casa es una forma de incurrir en el pecado de escapar del pasado que no admite redención y por eso ahora no puedes evitar sentirte un poco como si fueras un extraño en tu propia habitación, frente a la ventana en la que la luna colgaba orgullosa y brillante en las horas en las que fingías estudiar y en realidad malgastabas el tiempo jugando a no dormir, leyendo libros, escuchando música y atisbando el paso de las bandadas de avefrías que con el primer viento del invierno huyen del asedio del norte; por mucho que esa, malgastar, tampoco sea la palabra adecuada, porque los únicos momentos que malgastamos de verdad, irremediablemente, son aquellos en los que no somos felices y allí, entre aquellas cuatro paredes de estuco, no sólo aprendiste una forma oblicua de mirar las cosas que nunca has abandonado del todo, a apreciar las excepciones y el valor de las cosas que no sueñan con ser redondas, a aceptar que las contradicciones y el miedo también nos ayudan a crecer, a profesar la única religión de las palabras, a amar a bocajarro y sin cuartel y a nadar siempre contra la inercia de todas las corrientes, sino que, además, y esto es lo más importante de todo, aunque ahora, a través de las pequeñas trincheras que te han conducido a la otra punta de tu vida casi hayas llegado a olvidarlo, también fuiste feliz y, a ratos, muy, muy feliz.
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