Viena y las cosas que perduran
Acabo de regresar de Viena, hermosa y gélida, un inagotable palacio imperial repleto, como una muñeca rusa, de anchas avenidas y palacios imperiales en los que se exhiben en perfecto orden prusiano cortinas, espejos y alfombras por las que antaño deambularon archiduques y emperatrices aquejados de los mismos trastornos y preocupaciones que doscientos años después continúan acometiendo a todo hijo de vecino sin distinguir clase ni condición, porque, más allá de la hipocresía, el oropel, la pompa, el boato y los recargados tapices que engalanan las paredes, cuando la luz se atenúa y regresamos a la secreta oscuridad de nuestro corazón todos, siervos y señores, nos igualamos en los mismos anhelos y en idénticos miedos: queremos ser felices, doblarnos bajo el peso de nuestros errores y defectos sin llegar a rompernos del todo y encontrar el camino incluso cuando hemos perdido de vista las estrellas que lo iluminan.
Todo cambia y nada importante muda en realidad: Isabel de Baviera es Diana de Gales y es, también, esa muchacha que el próximo sábado contraerá matrimonio bajo el febril arrebato de una ilusión que se irá desvaneciendo como se desvanece en la densa textura de los días que fatigan el calendario todo lo que no está llamado a perdurar. Todos somos parte de una cadena de infinitos eslabones que se repiten y se balancean adelante y atrás, tropezando y columpiándose como un niño que se resiste a hacerse mayor porque intuye que el viaje de ida con el que nos asomamos a la superficie de la vida, como una ballena de aletas de plata que emerge en medio del océano, siempre resulta más divertido que la tarjeta de embarque que un día no lejano acabará por traernos de vuelta a casa.
Y, sin embargo, esa casa, sin necesidad de alfombras y oropeles, es, también, con un poco de suerte, el mejor lugar del mundo.
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