Partisanos de la nieve




Desde que tengo uso de razón (el martes pasado, así a ojo) añoro la nieve al modo compulsivo en que Pablo Iglesias se admira a si mismo y a su impostada revolución de cartón piedra: quiero que llegue y que lo desborde todo con su blanca anarquía. Luego, cuando al fin hacen acto de presencia, los días nevados acarrean mil inconvenientes que -para un niño asmático con tendencia a la bronquitis recurrente como yo- eran más de mil y no menores, pero mentiría si dijera que ninguno de ellos me importaba lo más mínimo. Yo quería que nevara, que nevara mucho y que la nieve lo sepultara todo.

Era (soy) un singular partidario de la causa de la nieve: no hay ningún otro espectáculo de la naturaleza que me fascine tanto. Supongo que si hubiera vivido en un lugar en el que el fenómeno abundara no pensaría lo mismo, pero allí, en Asturias, a apenas cinco mil metros del mar en línea recta, la nieve era un suceso improbable del que sólo disfruté, si mi memoria no me traiciona (y es fácil que lo haga) tres o cuatro veces en veinticinco años.

Ahora, con el cambio climático, nieva aún menos. Hace poco más de un mes lo hizo, eso sí, en adviento en Viena, pero tengo que confesar que el fenómeno de la nieve urbanita no me resulta tan interesante como la imagen de los pequeños copos que detrás de la ventana van cubriendo los árboles, los prados, el pequeño río que corre al pié de mi casa, los cañaverales que se doblan bajo su peso y que a la mañana siguiente hacen que se crucen, en lo alto del cielo, bandadas de pájaros que buscan refugio en las tierras meridionales de las acometidas del reino del norte.

Hay una lánguida y dulce poesía en ver nevar en un paisaje que a uno le resulta reconocible. Para empezar es el único espectáculo del mundo que discurre al amparo de un elocuente silencio. En un mundo presidido por un ruido incesante sólo por eso ya merece la pena. Pero, además, la nieve alumbra un mundo nuevo en el que los colores cambian y nuestros sentidos se quiebran: el sonido es distinto, la luz también lo es y casi tenemos que aprender a andar como si fuéramos niños de nuevo.

Lo que trato de decir es precisamente eso: que al infatigable niño que llevo dentro le gusta que nieve y que el adulto insomne y soñador que nunca dejaré de ser se sentiría particularmente feliz si pasado mañana nevara tanto que fuera imposible acudir al trabajo durante una semana, hasta el punto de que si el ayuntamiento, en un improbable arrebato de diligencia, ordenara esparcir sal por las calles (cosa que, por suerte, no hará hasta bien entrado mayo), ninguno de los dos tendría inconveniente en ponerse a recogerla si fuera menester. Todo sea por la causa, por la causa de la nieve.


Comentarios