Boyero y la viejunez



Me hace mucha gracia Boyero, el crítico de cine de El País. Y no porque juegue todo el rato al previsible juego de hacerse el enfant terrible y por esa mal camuflada vocación de epatar y de ir contra corriente para reclamar la atención del personal. A mi eso me da igual, porque acepto que cada cual hace lo que puede para ganarse las habichuelas, que sus preferencias son tan arbitrarias como las mías y como las de cualquiera y, además, a él tampoco le gustan las películas de Almodovar y es sabido que esas pequeñas coincidencias hermanan bastante.

Lo que me divierte es que cada día da muestras más evidentes de estar afectado por el conocido síndrome viejuno. La viejunez a la que me refiero -les aclaro- no tiene nada que ver con la fecha de nacimiento ni con el carnet de identidad, sino con la adopción de una determinada visión de tubo de la realidad que podría resumirse en: lo de antes era todo mejor. Ahora, todo mal. Y además, de mal en peor. 

A Boyero los actores de antes le parecen estrellas de verdad, las películas de antes le parecen obras maestras y esa añoranza del pasado es el motor del noventa y cinco por ciento de sus críticas que resumidas vendrían a ser: buena película o mala película (eso da igual) pero, ay, eso sí, no es como las de antes. Antes sí que se hacían películas de verdad. Y churros y empanadillas también. 

Ese sesgo cognitivo -aquí es donde yo quería venir a parar- no es tan inocente como pudiera parecer a primera vista. En realidad se trata de una taimada forma de soberbia parabólica y metonímica que proyecta sobre el presente una sombra que, en realidad, es la sombre de uno mismo y su añoranza de un tiempo mejor, en el que eramos más jóvenes y teníamos menos achaques. 

En lugar de aceptar esa evidencia -la de que, como repiten los ancianos en las consultas del ambulatorio, como nos tenemos que ver- Boyero ha decidido echar el ancla en el pasado con la esperanza de que eso le permitirá quedarse varado ahí, en el territorio mítico de la juventud. Por eso, cuando aporrea el teclado alabando a los actores y directores del viejo Hollywood lo que está diciendo en realidad es... qué buenos que eran los de antes, es decir los míos, es decir, yo, no como estos desdichados jovenzuelos que no paran de hacer el bobo.

Aceptar con deportividad que la vida pasa, sin tratar de aferrarse al pasado, sin idealizarlo ni utilizarlo como arma arrojadiza contra los más jóvenes, no sé si la alarga o no, pero estoy seguro de que la hace menos soporífera y, además, evita que incurramos en algún que otro ridículo por tratar de aparentar lo que quizá nunca fuimos y lo que, desde luego, ya no volveremos a ser. 


Adivinen qué tienen en común sus directores favoritos. 
Les daré una pista: ninguno tiene teléfono móvil porque en el otro barrio no hay cobertura.

No es nada personal Mahershala, es que como los de antes nada. 
El comentario, eso sí, es, además de viejuno, algo microracista y no sé si quitar el micro, porque no se yo a cuento de qué viene eso de clasificar a los actores por la tonalidad de su piel y compararlos entre sí, como si fueran un subgénero cinematográfico o una ganadería de reses bravas. 

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