El cajón ese


Todos tenemos un cajón guardado al fondo del trastero en el que depositamos aquello que no es como nos gustaría, que nos ha causado problemas o que nos hace sentir mal, episodios que podrían haber sido de otra manera si hubiéramos sido mejores y episodios que, muy a nuestro pesar, nunca serán de otra manera porque tenemos una recalcitrante tendencia a incurrir una y otra vez en los mismos errores y, en fin, un completo catálogo de imágenes y momentos que componen el mosaico de lo que menos nos gusta de nosotros: nuestra cobardía, nuestro miedo, nuestras mentiras y nuestras inevitables decepciones al comprobar que, una vez más, no estamos a la altura de lo que alguna vez soñamos.

Intuyo -no sé si hay estudios en la materia- que en la mayor parte de los casos ese cajón tiene una dimensión similar y un contenido menos diferente del que a veces nos gusta pensar. Somos tan pretenciosos que nos encanta sentirnos originales hasta en lo que atañe a nuestras propias rarezas, pero lo cierto es que la mayor parte de la gente se parece bastante y por eso tus miedos y tus mentiras no son tan distintas de las del vecino del quinto, ese que siempre parece a punto de emitir una misteriosa frase que nunca acaba por salir de su boca. 

Luego, en otra categoría, están los que han descuartizado a su novia y la conservan dentro de un arcón congelador. Esos ya son harina de otro costal y carne de telediario. Cuando la existencia de cualquiera de esos psicópatas sale a la luz tendemos a escandalizarnos y a preguntarnos cómo es posible que haya gente así. La respuesta es sencilla: los seres humanos que fatigamos la tierra somos tantos millones que aunque el porcentaje de pirados con tendencias homicidas sea pequeñísimo, al hacer el cálculo su número acaba siendo, aunque reducido en términos totales, significativo y por eso están por ahí, en alguna parte, al acecho, en silencio, esperando su oportunidad, como una fiera desnuda de emociones.

Sin embargo, lo más curioso de la existencia humana es que para llegar al último acto ni siquiera precisa de la intervención de uno de estos individuos con las conexiones neuronales chamuscadas. Una noche cualquiera, una chica de lo más normal acaba, por una enrevesada cadena de casualidades y mala fortuna, ahogada dentro de su coche en el fondo de un canal. Y ya está. Punto final. No hay más. No hay moraleja. Porque esa misma chica podría haber sido atropellada por un conductor borracho al salir de la discoteca o podría haber fallecido en un accidente ferroviario en el que, de forma inexplicable, dos trenes circulan hasta encontrarse cara a cara. 

A veces esas cosas ocurren y le pueden ocurrir a cualquiera. Y es que el hecho de que todavía estemos aquí, vivos y coleando, resulta asombrosamente improbable, como un pájaro que revolotea dentro de los límites de una imaginaria jaula sin barrotes, como una rosa tardía a la que el viento va deshojando y que irremediablemente se retuerce por los bordes a medida que se adentra en el invierno, como un cuaderno lleno de borrones del que a cada rato se desprenden en silencio algunos versos. 

PD. Aunque no creo que les interese saberlo, ni yo tengo porqué contárselo, mi cajón de mierda tiene un tamaño de lo más estándar: no es ni grande ni pequeño ni todo lo contrario. Eso sí, como soy consciente de que está ahí no me desgasto intentando hacer como si no existiera y, lo que es más importante, no incurro en el severo error de tomármelo -a él y a mi mismo- demasiado en serio. En el fondo todo es una broma. Y, además, una broma hecha a nuestra costa, así que, en la medida de lo posible, tratemos de pasar el trago lo mejor que podamos, sin jodernos unos a otros más de lo estrictamente necesario y con la modesta lucidez del que sabe que sólo hay una ausencia que no tendremos ocasión de lamentar: la de nosotros mismos.

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