El viaje


La infancia es una búsqueda y por eso de niños nos comportamos como artificieros borrachos que tratan de activar con sus minúsculos dedos pegajosos las espoletas de todas las bombas. Mas tarde, cuando somos jóvenes, tenemos la sensación de flotar en un estanque repleto de peces de colores que centellean ahí mismo, justo delante de nosotros y nos dejamos invadir por la febril certeza de que la vida es una torre muy alta que reclama ser escalada por primera vez.

Envejecer consiste en ir distrayéndose un poco de la realidad, como si los acontecimientos cotidianos empezaran a ser una superficie resbaladiza cubierta de vaho. Si vivimos lo suficiente, llega un momento en el que hasta nuestros propios recuerdos resultan inseguros, como si nos los hubiéramos inventado o como si pertenecieran a otra dimensión a la que ya no somos capaces de acceder y de la que sólo podemos rescatar algunas fotos coloreadas en sepia, olores varados en una vieja habitación y el eco distante de voces familiares que se entremezclan. 

Y así llega un día en el que descubrimos que ya hemos emprendido el que será nuestro último viaje. No me refiero a la muerte -que es sólo un vacío, una forma de ausencia y que, por tanto, no merece ninguna atención por si misma- sino a ese otro viaje que conduce al exilio de nosotros mismos. Un viaje que, por primera vez, ya no se proyecta en el tiempo hacia un futuro que ya no nos pertenece y al que probablemente tampoco le pertenecemos, sino hacia dentro y hacia atrás, hacia el recóndito lugar de nuestra mente en el que guardamos a buen recaudo las primeras cosas que aprendimos, aquellas que, no por casualidad, serán las últimas que acertemos a olvidar.

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