Luces



La torre de control del aeropuerto parpadea mirando al cielo como un niño con un ojo rojo. Llueve y hay una espiral de humo que se alza sobre el bosque, al otro lado de la carretera, en un lugar que podría ser ninguna parte. El viento arrastra el aroma de las tierras boreales, allí donde el frío y el vientre caudaloso de los ríos aguardan a que brote el maíz. De pronto, con el último estirón del invierno, ese verano que ya se insinuaba en las amapolas parece más distante, como la promesa de un amor que no llegó a atravesar la orilla de las palabras. 

Me gustaría sentarme en un banco en lo alto de una pequeña colina y contemplar el mar hasta que el sol se esconda, comer pasteles rellenos de crema hasta hartarme y todavía uno más para acabar de convencerme de que estoy a punto de explotar, hurgar a escondidas en los cajones de los viejos poetas para averiguar sus trucos, contar alguna de esas viejas historias sin orden, concierto ni moraleja que tanto me divierten y disfrutar de siestas descomunales, capaces de atravesar eras geológicas y de desafiar las leyes de la física. 

En realidad nunca he tenido grandes aspiraciones. Con eso y muy poco más me basta y me sobra para ser feliz y por eso, si hago balance, tengo que reconocer que lo soy y lo he sido bastante más de lo que podría haber llegado a imaginar cuando no era más que era un niño tímido y con una inquietante propensión a la melancolía calzado con unas botas Gorila de color negro que contemplaba como se desplomaban los inagotables mechones de pelo de la lluvia sobre la frente de plata de las calles de Gijón. 

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