La obra



Una de las ventajas de escribir consiste en que la escritura te concede el privilegio de abominar de la munición ordinaria y te permite reemplazarla por afiladas palabras que son capaces de alcanzar rincones del alma que de ordinario resultan inaccesibles para los proyectiles convencionales dotados de vaina de plomo.

Esa verdad, no obstante, se atempera bajo el peso de otra evidencia igual de grávida: escribir constituye un formidable ejercicio de narcisismo que, por desgracia, el mediocre (por no decir inexistente) talento de la mayor parte de los aspirantes a escritores casi nunca es capaz de compensar y por eso ocurre que todo lo que rodea a la escritura -y a la poesía en particular- acaba desprendiendo un aire viciado y tabernario, cargado de complejos, egos en carne viva, cicatrices e inquinas personales a flor de piel. 

Da un poco de pena leer blogs en los que el autor no escribe de nada que no sea "su propia obra" o de las referencias que a ella se hacen en vaya usted a saber qué revista literaria de Puerto Rico y milongas similares, como si fuera del terreno delimitado por sus propios poemas al autor le estuviera vedada cualquier otra reflexión. Yo he venido aquí a hablar de mi libro, gritan en silencio, como lo hizo Umbral en aquella ocasión memorable. 

Si estuvieran aquí estoy seguro de que los susodichos alegarían que ellos sólo se expresan a través de su producción literaria. Bueno, pues vale, pues muy bien.  Sin embargo a mi esa actitud me resulta aburrida y sospechosa a partes iguales. Aburrida porque cualquier cosa que gira y gira sobre si misma (salvo que se trate de una atracción de feria) acaba por resultar insufrible. Y sospechosa porque no hay nada tan nocivo para el espíritu humano como tomarse demasiado en serio a uno mismo y, por extensión, a su propia obra, ignorando lo evidente: que, al correr del tiempo, como nos recuerda la hermosa escena final de Días de Radio, todo se olvida y nadie recuerda nada de nada. 

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