Un día maté a mi madre



Un día maté a mi madre por amor. No fue, obviamente, un asesinato literal sino metafórico, porque mi madre anda en perfecto estado de salud allá por Asturias y porque a sus ochenta y tantos años no hay fuerza de la naturaleza que le meta mano. El asunto tuvo lugar casi en la prehistoria y fue para llamar la atención de una novia que no me hacía ni caso: tan ni caso me hacía que se había ido con otro a pasar el fin de semana a la montaña. Se trató, huelga decirlo, un acto hijo de la desesperación con el que trataba de averiguar como reaccionaría ella en semejante coyuntura. Y reaccionó bien, tan bien que se dedicó a contactar con mis convecinos para tener noticias del sepelio, lo que supongo que indujo en los contactados bastante estrañeza, habida cuenta de que, por supuesto, ninguno de ellos tenía noticia de aquel fallecimiento inventado.

La invención tiene un origen, como no, literario. Una vez leí la historia de un niño (creo que fue en las memorias de algún escritor, pero no lo juraría) que, sabiendo que regresaba a casa demasiado tarde y que hacerlo fuera de la hora convenida le iba a acarrear una buena bronca, tuvo la brillante ocurrencia de proclamar, nada más abrir la puerta de casa, que se había muerto el Papa. Conmovidos por la noticia sus familiares no encontraron ocasión de amonestarle y cuando, al rato, averiguaron que no era cierto y que, como mi madre, el Papa seguía vivo y coleando, el alivio que experimentaron fue tan grande que se olvidaron de cómo se había gestado semejante infundio.

La historia tiene dos derivadas. La primera que, debía tratarse de gente religiosa, porque si yo le digo a mi madre que no me de con la zapatilla porque se ha muerto el Papa (el de Roma), mi madre hubiera pensado que me había vuelto tonto de remate. Y la segunda, que el amor adolescente es un territorio que limita al norte con la locura y al sur con la tontería y con el delirio y por eso bajo su influjo se acometen todo tipo de estupideces que, vistas con cierta perspectiva, producen bastante sonrojo.

Ocurre, sin embargo, que la perspectiva, como la hiperplasia benigna de próstata, es algo que uno sólo consigue con el paso del tiempo. Por eso si me encontrara ahora con aquella novia le pediría perdón por la trola, pero tampoco lo haría con mucho énfasis porque, para empezar, no se trataba tanto de una mentira como de un intento muy estúpido de reclamar su atención y, en segundo lugar, porque si maté a mi madre, que duda cabe, fue porque la chica me gustaba, porque uno no mata a su madre por cualquiera y, por último, porque bien mirado, esa mentira era, en el fondo, un extraño homenaje parabólico y sacrificial, como el de esos gatos que, con la mejor de las intenciones, obsequian a su compañero de piso bípedo con un pájaro muerto y se quedan esperando a que el susodicho le hinque el diente en señal de agradecimiento.

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