Cosas extrañas



Estos días, en parte para refugiarme de la deprimente realidad política, estoy viendo Stranger Things. Voy por la segunda temporada y consumo los episodios de esta serie de Netflix a razón de tres al día, con lo que calculo que en apenas otra semana la habré acabado. Y es que he de confesarles que de Stranger Things me gusta todo: sus personajes, ese pequeño universo adolescente y ochentero que tan bien consigue recrear y que tanta nostalgia me produce y, en particular, la idea de que anda por ahí, al acecho, una especie de reverso tenebroso de todas las cosas (el "mundo del revés") en el que todo se somete a los tentáculos de la oscuridad y frío.

Mucho me temo que esa amenaza es tan real como la vida misma y que, además, está dentro de cada uno de nosotros. Peleamos con él "mundo del revés" a diario y con suerte desigual: cada vez que le faltamos al respeto a alguien, cada vez que juzgamos con ligereza la conducta de los demás, cada vez que hacemos lo que más nos conviene o lo que nos resulta más fácil en lugar de lo que sería necesario hacer, él, nuestro lado oscuro, gana y nosotros perdemos. Y perdemos muy a menudo.

Sin embargo, esas derrotas no tienen nada de extraño. Es imposible estar todo el tiempo a la altura de las obligaciones que el mundo nos impone y, aún peor, de las expectativas que nosotros mismos nos creamos. Hasta anteayer mismo (en la escala evolutiva sería más bien hasta hace diez minutos) nuestras únicas preocupaciones eran fáciles de resumir: se trataba de conseguir algo de comer y de hacer lo posible para no acabar el día convertido en comida. 

En nuestro sofisticado mundo moderno ese abanico se ha ampliado hasta el horizonte y más allá. Tenemos que cuidar de nuestros hijos, estudiar y hacer oposiciones, tener un buen trabajo, conseguir que nuestra pareja nos siga queriendo a pesar de todos los pesares, mantener unas relaciones -al menos- cordiales con la ex mujer, la familia, los amigos y los vecinos, llegar a fin de mes (hipoteca, coche, dentista), mantenernos en forma, sacar a pasear al perro a las seis de la mañana, reparar el horno y la caldera, cambiar el sofá, combatir el cambio climático... en fin, un lío.

A veces tenemos la sensación de que no damos ni una. Y es cierto, no damos abasto y no hay nada en nuestro material genético que nos haya preparado para hacer cola en el supermercado,  aguantar los atascos de cada mañana y soportar los cambios de humor del tarado de tu jefe, ese que siempre intenta compensar sus limitaciones cognitivas dando por el culo al prójimo. Por eso nos invaden la depresión, la ansiedad y el estrés, porque no tenemos ni la menor idea de cómo se pelea con un tigre de garras invisibles.

Conviene recordar, intuyo, que todo esto que nos tomamos con tanta gravedad no es más que un breve interludio. Estamos vivos apenas un segundo y dentro de nada caerá el telón y nadie recordará nada de lo que ahora nos parece tan importante. Todo pasa y nada dura: ni el miedo, ni las preocupaciones, ni la tristeza, ni la sensación de haberle fallado a todo el mundo. Todo eso se desvanecerá como lo hacen las cosas que sólo llegaron a existir dentro de nuestra cabeza.

Y cuando eso suceda, cuando ya no estemos, el sol del mediodía, alto e imponente, volverá a ocupar su lugar en el cielo. Y el mundo seguirá girando, ciego y ajeno, sin desviarse ni un milímetro de su órbita levemente excéntrica. 

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