Historia de una derrota



Hay una historia que quería contarles desde hace bastante tiempo. Si no lo he hecho antes ha sido en parte por pudor -porque es bastante personal- y porque, en el fondo, no estaba demasiado seguro de encontrar la forma de hacerlo. Antes de empezar procede una aclaración: como todas las historias esta también tiene un trasfondo político, pero no es eso lo que me interesa contar ahora. Se trata, de principio a fin y a todos los efectos, de una historia personal.

Yo aterricé en la Barcelona de mediados de los años noventa. Los juegos olímpicos del 92 que habían impresionado al mundo ya habían quedado atrás, pero la ciudad conservaba todavía el brillo de aquel fuego, como si todo acabara de empezar, como si el mundo se asomara cada día al vértigo de las Ramblas. Yo era un joven asturiano que venía de un remoto pueblo de cien habitantes y que no tenía ni idea de qué era lo que le esperaba en un lugar del que apenas sabía nada.

Mi ex mujer y yo vivíamos en un diminuto bajo del barrio de Gracia con la cocina americana casi encima del sofá y el sofá casi encima de la cama, que tenía la peculiaridad de que los rayos del sol sólo conseguían colarse en el salón un par de días al año, en pleno verano y en una trayectoria inverosímil que a duras penas alcanzaba a iluminar la esquina superior derecha del televisor. El resto del tiempo lo pasábamos casi en penumbra, pero no nos importaba: no teníamos ni un duro y teníamos que hacer encaje de bolillos para llegar a fin de mes, pero estábamos en la Barcelona de los Cines Verdi, de Gaudí, del Paseo de Gracia y, por si eso fuera poco, el cielo azul, tan esquivo en Asturias, ahora lo inundaba todo en cuanto te asomabas a la puerta de la calle.

Aprendí catalán muy pronto y sin mayor dificultad. Los idiomas siempre habían sido lo mío y recuerdo que el examen oral del nivel C hice constar, en un catalán tentativo pero aceptable, que en el texto que nos habían entregado para traducir al castellano había un par de errores ortográficos bastante flagrantes fruto, con toda seguridad, de una deficiente transcripción del texto original. El examen duró lo que tardé en decirlo: la profesora me preguntó a qué me refería, lo comprobó, reconoció que era cierto, sonrió y me aprobó sin más trámite. 

Esa era la Barcelona de entonces: una ciudad abierta, en la que nadie te preguntaba de dónde venías y que lo fusionaba todo. De aquel piso nos mudamos a otro en el Eixample y de allí a Terrassa. En todo aquel tiempo trabajé de cartero por las empinadas calles de Pedralbes y más tarde de administrativo en varios Ministerios y tuve la fortuna de frecuentar a compañeros y amigos procedentes de todos los rincones de Cataluña y tengo que reconocer que nunca me sentí un extraño: ni repartiendo cartas entre lo más granado de la clase alta, ni dejando correr las horas muertas entre el mar de antenas de la azotea del Ministerio de Industria en Vía Augusta. Cataluña era, sin ningún género de dudas, mi casa y le habría dado un buen puñetazo a cualquiera que se hubiera atrevido a poner en duda que era así. 

Al divorciarme me vine a Lleida. Yo ya no era aquel jovenzuelo recién llegado de Asturias y me seducía, entre otras cosas que no hacen al caso, la idea de dejar atrás el metro y el tren e ir caminando a todas partes. Vivir en Terrassa significaba más de una hora de desplazamiento hasta el trabajo y comer casi a las cuatro y media de la tarde. En Lleida todo está razonablemente cerca y la ciudad exhala un aire tranquilo, como de pueblo sin demasiadas pretensiones que se ha hecho grande sin llegar a desbordarse del todo. Aquí aprobé las oposiciones del Cos Superior de la Generalitat y conocí a unas cuantas personas estupendas a las que hoy cuento entre mis amigos.   

Lo que sigue es el relato de una derrota que se consumó el día en el que me desperté sintiéndome un extraño en la que yo consideraba mi casa. Supongo que, como en todas las enfermedades infecciosas, hubo una lenta incubación asintomática del virus que precedió a la fiebre. Yo, por supuesto, era consciente de que hacía tiempo que venían sucediendo algunas cosas que iban viciando el aire, pero un día, de repente, me di cuenta de que, en medio de la tormenta y el ruido, el ambiente se había hecho casi irrespirable. Todos sabemos que siempre hay un momento en el que, pase lo que pase, uno sabe que ya no hay vuelta atrás. Y ese momento llegó hace dos años.

En ese momento, en lo peor de la enfermedad, llegué a fantasear con regresar a Asturias. Pero lo cierto es que esa huida hacia atrás carecía de sentido, porque desde que me fui nunca llegué a considerar seriamente la posibilidad de volver más que de visita. Asturias era el pasado, no el presente y mucho menos el futuro, así que al final decidí quedarme aquí y lo hice a conciencia y sin ninguna añoranza ni remordimiento, sabiendo que me quedan todavía -al menos- diez años para jubilarme. 

Pero lo hice (ay) ensayando una curiosa forma de escapismo existencial: vivo y trabajo aquí, pero ya no experimento ninguna forma de vinculación emocional con esta Cataluña que me ha tocado vivir, como si trabajara en la estación espacial internacional y al otro lado de mi traje sólo existiera un océano de vacío.  

Reconocerlo no deja de ser triste. Y lo es, también, aceptar la derrota que supone dejar atrás algo que has querido mucho y que acaba convertido en un recuerdo de esos que duelen y que tratas de esquivar a toda costa. Hubo una Cataluña de la que me enamoré pero ya no encuentro la forma de alcanzarla: se ha perdido el camino que me llevaba hasta ella, quizás porque esa Cataluña ya no existe, al menos en la forma en que yo la conocí, o quizás porque, por suerte o por desgracia, yo tampoco soy la misma persona que se enamoró de ella. O, a lo mejor, por un poco de las dos cosas. 

Sigo siendo razonablemente feliz porque ser infeliz es un atributo de las personas infelices y tengo muy claro que ir de triste por la vida no sale a cuenta. Pero mi felicidad es la felicidad del exiliado que es capaz de deslindar con precisión los márgenes de su derrota y que la acepta con la resignación con la que se aceptan los severos términos de un armisticio. Por eso, para que se hagan una idea de las dimensiones del naufragio, ni siquiera consigo reunir las fuerzas necesarias para regresar a Barcelona, la ciudad en la que pasé una buena parte de mi vida. Pasear hoy por sus calles me resultaría tan doloroso que lo evito deliberadamente desde hace años, como si hubiera sido tomada por un imaginario ejército enemigo o asolada por la peste. 

Cuando me jubile empaquetaré mis cuatro cosas, me iré a León o a Manhattan (si antes me toca la lotería) y me llevaré conmigo el recuerdo de algunas personas a las que he llegado a querer mucho y que siempre me acompañarán de una forma u otra, porque el afecto verdadero es lo único que se escapa a las leyes de la física que rigen el espacio y el tiempo. Pero sé que no añoraré el eco ni la luz de esta Cataluña que ya no es mi casa: es sólo el lugar en el que vivo. 

Y esta frase tan simple es, quizás, la más melancólica que he escrito desde la muerte de mi padre. 






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