Lo que se queda contigo




Refiere en el texto que encabeza esta entrada Julio Ramon Ribeyro que hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. El argumento es hermoso y además está bellamente construido, pero tengo la sensación de que hay algo en su evocadora simetría que no acaba de encajar del todo. 

Es cierto que el recuerdo del gozo ya no es gozo: es añoranza o nostalgia. En cambio, mucho me temo que el recuerdo el dolor continúa siendo dolor. Un dolor más leve, por supuesto, que, además se irá amortiguando con el paso del tiempo. Pero si ese dolor lo es de verdad, nunca dejara de doler. Por eso no soy capaz de recordar el olor de mi padre ni el tacto de su mano sobre la mía y en cambio el peso de su ausencia, con todas sus variaciones y matices, me acompaña siempre. 

Que sea así no es extraño. Intuyo que las heridas más importantes son las que acarreamos en secreto, esas que nadie alcanza a intuir y que de vez en cuando nos tienden una emboscada en medio del sueño. No son más que ecos antiguos, caminos extraviados y viejas cicatrices que laten a su propio ritmo y que, al final, son las que lo explican casi todo. 

Nadie que haya tenido la suerte de amar de verdad puede saciarse con el recuerdo de ese amor. Por eso como esas mariposas nocturnas deslumbradas por los faros de los automóviles nos pasamos la vida buscando de nuevo ese ardor y esa luz. Soñando con que, a pesar de todo, a pesar de todos tus errores, tus mentiras y tus infinitas estupideces ella, lejos, muy lejos, casi en otra vida, aún te echará de menos y que será tu rostro el que una noche cualquiera acabe por infiltrarse, ingrávido y sigiloso, entre las sábanas que velan sus sueños.


Un poema de Félix Grande

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