España es el país con más... nada



Me vienen que ni al pelo estas declaraciones de Bertin Osborne para subrayar un fenómeno que vengo observando hace tiempo y que me resulta muy curioso. La izquierda, la derecha y, por supuesto, los independentistas de todos los solares periféricos, que en este país no se ponen de acuerdo en nada y que poco menos que ni se reconocen recíprocamente legitimidad política, parecen estar de acuerdo en una única cosa: en aprovechar cualquier ocasión para despotricar de España con argumentos triviales que no resisten el más mínimo análisis crítico. 

Frases como "esto sólo pasa en nuestro país", "aquí hay más tontos que en ninguna parte" o "España es el país con más políticos idiotas por metro cuadrado" podrían formar parte del acervo tanto de muy sectarios comunistas podemitas como de concejales de festejos socialistas y, por supuesto, de fieles votantes del PP o de obstinados adalides de la causa de Vox. Y si se trata de independentistas ni te cuento: para ellos España es la fuente de todos los males, así que hablar mal de ella es su entretenimiento favorito. Para entender porque se produce esta extraña convergencia hay que detenerse, a mi juicio en tres aspectos diferentes.

El primero es que el típico aspirante a cuñado que suele proferir estas frases carece de perspectiva. Como lo único que tiene en mente es el último tweet o el penúltimo canutazo televisivo tan pronto pasa de decir que en España se vive (y se come) como en ningún sitio a... que lo que pasa aquí no pasa en ninguna parte. Y se queda tan ancho. Pero, vamos a ver alma de cántaro viejo, si en Estados Unidos el botón nuclear está en manos de un tarado de tal magnitud que, a su lado, las múltiples taras de nuestro Pedro Sánchez casi parecen virtudes. O, sin ir más lejos, ahí al lado, en el Reino Unido, otrora reino del apacible conservadurismo, unos cuantos alborotadores han sacado al país -por puro oportunismo electoral y valiéndose de trolas descomunales- de la Unión Europea y ahora no tienen ni la menor idea de como remendar el descosido. Y así, en todas partes. 

El segundo aspecto es que el votante español, mal que me pese, siente mucho más afecto por su terruño, bandería o grupúsculo político, sea cual fuere, que por la nación. Y por eso a casi nadie le duelen prendas en escupir sobre la patria si hay la menor esperanza de que el escupitajo acabe aterrizando en el entrecejo del rival político. Una muestra de eso la tenemos en que hasta hace muy poco la selección española de fútbol era incapaz de concitar ni una fracción de la adhesión frenética que los aficionados experimentaban por su Real Madrid o por su Barcelona. Eso, su club, si era lo suyo. En lo otro ya entraba en juego el cálculo: si había demasiados jugadores de uno de los dos equipos los aficionados del otro no dudaban en quejarse. En el colmo del desatino he llegado a escuchar delirantes discusiones sobre si el mundial de Sudáfrica lo ganó Iniesta o lo gano Iker Casillas, como si se pudiera ganar un mundial jugando con un portero ciego o un media punta tetrapléjico. Por eso mismo ahora León quiere separarse de Castilla y, como no podía ser de otra forma, el Bierzo, a su vez, quiere separarse de León, en un proceso que bien podría acabar en que mi pueblo de cien habitantes acabe siendo capital de provincia. Que digo de provincia, de Comunidad Autónoma, que Prendes siempre ha sido un territorio histórico (en concreto igual de histórico que cualquier otro). 

El tercer y último aspecto a considerar tiene que ver con la tendencia de la gente excesivamente involucrada en política a adoptar una visión apocalíptica de la realidad (en particular cuando los que gobiernan son "los otros"). De pronto cada trifulca parlamentaria les parece insoportable, la misma vida poco menos que insufrible y están seguros de que todo lo que puede ir mal acabará por ir mal y, de ahí, de mal en peor. Semejante ejercicio de anticipación fatalista sólo puede conducir a la melancolía o, en el peor de los casos, al infarto de miocardio, porque bajo el cegador influjo de la hipérbole no es posible diagnosticar nada y sin diagnóstico no hay curación posible a ninguno de los males que nos aquejan, que no son, por cierto, ni más ni menos graves que los que padecen nuestros vecinos de los cuatro puntos cardinales.

Convendría mucho abandonar el histerismo como forma de razonamiento, tomar un poco de distancia con el frenesí de las noticias, aquilatar los argumentos a la realidad, recurrir más a la ironía que a la mala leche y no dejarse llevar, en fin, por la tentadora pendiente de las bajas pasiones. El mundo no se va a acabar por mucho coronavirus que se nos venga encima, como no se acabó con la peste, ni con la gripe ni con la sífilis y, por otra parte, por mucha y muy razonable desafección que experimentemos hacia este gobierno que nos ha tocado en suerte (sic), no tengo la menor duda de que España saldrá adelante y sobrevivirá, como lo lleva haciendo desde tiempos inmemoriales, mal que le pese a sus muchos y muy taimados enemigos. 

Siempre y cuando sea eso, la supervivencia de la nación, como solar y garantía de nuestros derechos y libertades, lo que nos importe de verdad, claro y no ocurra como en ese chiste de Leo Harlem que tanto me gusta en el que, al final, el oso descubre que el cazador no había venido a cazar sino a otra cosa.




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