Cosas que son más de lo que parecen



Castilla está repleta de pequeños pueblos, desperdigados por oteros, páramos y valles, con su iglesia de espadaña apuntando al cielo y sus bodegas horadando la tierra, en los que lo único que parece dar señales de vida es el curso del agua, como esa que, lenta y antigua, alimenta el arroyo del Reguero Grande del Valle o arroyo Ahogaborricos a la altura de Villabrázaro, que, a su vez, vierte su exiguo caudal en el Río Órbigo antes de llegar a Manganeses de la Polvorosa y luego, cerca del Puente de Hierro, en el Esla, que, con la estimable ayuda del Tera, después de cruzar casi a la vera del hermoso Monasterio de Santa María de Moreruela, se remansa en el caudaloso Duero, lo que significa que, por obra de la naturaleza y de la ley de la gravedad, el modesto curso de agua del Ahogaborricos acaba por desembocar nada más y nada menos que en la inmensidad del Océano Atlántico a la altura de la muy noble y antigua ciudad de Oporto, en un largo viaje que demuestra que las cosas no son siempre lo que parecen a primera vista y, en segundo lugar, que tengo una habitación en el cerebro dedicada a almacenar información que carece de utilidad práctica, pero que, por alguna razón a medio camino entre el autismo y la poesía, a mi me hace feliz, como me hace feliz contemplar las iglesias de espadaña, los tesos y las perdices, el camino de la vía, las cigüeñas y las bandadas de estorninos, el convento de San Román del Valle, las casas de adobe y tapial y el parador de Benavente, en el que uno se detiene a tomar un café y por menos de dos euros puede ponerse en la piel de un caballero medieval que contempla a través de los ventanales cómo el sol se pone, lánguido y suave, sobre la vega de Benavente, mientras el resto del mundo y sus preocupaciones se desvanecen como se desvanece esta tarde que ya se resquebraja y se funde con la noche. 


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