Cumpleaños raro

De todo los cumpleaños que recuerdo este último, el del pasado 19 de marzo, ha sido, con mucho, el más extraño. Si hace tres meses alguien me hubiera insinuado que iba a (casi no) celebrarlo en medio de una pandemia mundial, confinado en casa y saliendo a comprar en un mundo en el que el deporte de moda consiste en acaparar papel de WC y en el que si alguien te tose cerca sientes planear sobre ti la afilada espada de la muerte, habría pensado que, vaya, cuánto mal hacen las drogas y ya está. Eso sin contar a todos esos aspirantes a vieja del visillo que ahora te observan con saña desde las terrazas y que poco menos que te tiran piedras si te ven caminando por la calle. Deben ser, intuyo, por su pertinacia y su mala leche, herederos de los que antaño te denunciaban a la Santa Inquisición para quedarse con tus cabras.  

Y sin embargo, aquí me tienen. Teletrabajando -es decir, mirando de vez en cuando el correo electrónico a ver si llega algún mensaje que casi nunca llega- y contemplando de reojo las terribles noticias que han convertido la programación televisiva en una especie de casa de los horrores a tiempo completo, con contertulios que intentan explicar cosas que exceden con mucho su capacidad de comprensión y que, entre sandeces y tonterías, no tienen inconveniente en arrastrar por los suelos su inteligencia y, de paso, la del espectador, con tal de satisfacer al amo que les paga la soldada. 

Que todo esto ocurra con un gobierno u otro no cambia demasiado el fondo del asunto. Cierto es que el actual está compuesto por individuos que, fuera de un rostro de acero inoxidable, no exhiben otra virtud que merezca tal calificativo, pero eso tampoco debería movernos al asombro: casi todos los gobiernos, en casi todas partes, con contadas excepciones, están formados por un repertorio de mediocres y oportunistas de lo más variopinto que sólo tienen en común una curiosa inclinación por hurgar en el bolsillo ajeno. 

El coronavirus ha desbordado a todo el mundo y sus diminutos tentáculos amenazan con infiltrarse hasta en los rincones más inaccesibles de nuestra vida cotidiana. Cosas que hasta ayer nos parecían la mar de normales (organizar una cena con amigos, irnos de viaje al extranjero) ahora nos parecen poco menos que de ciencia ficción. Hace un rato, viendo en un documental sobre Miles Davis unas imágenes de fondo de la ciudad Nueva York casi me echo a llorar al pensar que no sé cuando podré volver a recorrer la Quinta avenida camino de Central Park.

Me da miedo la enfermedad. Pero me da más miedo, si cabe, la huella que el virus puede dejar en nuestras vidas. Quizás sea un miedo infundado y al final todo acabe otra vez en su sitio. Pero tengo la impresión de que tardaremos en recuperar un mundo que se parezca al que conocimos hasta anteayer: uno en el que podemos abrazar a nuestros seres queridos y comportarnos con naturalidad con los amigos y conocidos. Uno en el que cada persona no sea una amenaza potencial y en el que cada pantalla no nos devuelva la sombría imagen de centenares de personas que pelean por sus vidas intubadas y pendientes del latido mecánico de un respirador.

En medio de la tormenta cuesta atisbar un horizonte más allá de las nubes, pero este viejo mundo nuestro ya ha sobrevivido a epidemias, guerras mundiales, tiranías inagotables y prometedoras revoluciones que desembocan en hambre y opresión, grandes crisis económicas, sórdidas religiones, terremotos, volcanes y otros mil cataclismos y al final, después de todo y después de todos, la vida siempre acaba abriéndose paso y encontrando su lugar. Sólo espero que cuando lo haga todas las personas a las que quiero aún sigan aquí, como el dinosaurio del cuento de Monterroso, porque mi 50 cumpleaños está pendiente de celebrar y no tengo ninguna intención de que se quede ahí, en el limbo de las cosas que nunca llegaron a suceder.

Como el año viene completo la prensa anuncia una posible plaga de langostas (de las del arroz no, de las otras) y también se comenta no se qué acerca de un meteorito que con suerte nos pasará rozando. La cosa promete. Puestos a imaginar calamidades lo único que podría empeorar la situación actual sería: (1) que una nave repleta de aliens aterrizara en el área de servicio de Alfajarín, (2) que los enfermos de coronavirus que pasan a mejor vida (es un decir) empezaran a desandar el camino y se pusieran otra vez en pie ávidos por compartir a mordiscos sus miasmas virales con los transeuntes y (3) que por algún oscuro azar, Pablo Iglesias acabara siendo Presidente del Gobierno, en cuyo caso yo mismo iría a buscar a los aliens y a los zombis para que dispusieran de mi cuerpo según sus respectivas inclinaciones naturales, porque siempre he pensado que es mejor una muerte rápida que esa larga agonía que siempre acaban deparando a sus víctimas los secuaces filocomunistas. 


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