El otro virus



En estos días me acuerdo de Antonio Machado. Su último verso decía: "estos días azules y este sol de la infancia". Y también de Miguel Delibes y de ese cielo de Castilla que el viajero casi puede acariciar con la punta de los dedos. A través de ellos añoro, como un monje postrado en una celda de castigo, el privilegio del aire libre y la fortuna de un horizonte sin cerrojos, hormigón, ascensores y cristales. 

Cuando todo pase, durante un tiempo, nos sentiremos distintos. Pero se trata de una ficción: no corregiremos ninguno de nuestros errores y, por supuesto, no seremos mejores personas por mucho que lo repitan por ahí todos los expertos en nada que pueblan los platós de televisión. Experimentaremos, eso sí, la punzante y fugaz ilusión del excarcelado, pero luego, poco a poco, si el virus no lo impide, regresaremos a la honda trinchera que día a día excavamos con nuestras rutinas, inercias y costumbres. 

Lo único que habrá sucedido es que la vida nos habrá recordado, una vez más, que todo está siempre comenzando, reiniciándose y que después de las interrupciones y las caídas no hay más remedio que seguir, porque, pase lo que pase, un beso seguirá siendo un beso y una caricia una caricia y todo eso, todo lo que importa de verdad, adquiere aún más valor cuando hemos atravesado momentos difíciles.

Ningún ser vivo se escapa a las leyes de Darwin. No sobrevivirán los más fuertes, ni los más inteligentes, sino los que mejor se adapten a los cambios. Por supervivencia no me refiero,  en este caso, únicamente a la supervivencia física (que, por supuesto, también está sujeta a esas leyes), sino a la capacidad de superar una situación como esta sin acabar postrado en un estado de alarma permanente en el que nos resultaría imposible volver a disfrutar de nada, porque en todo escucharíamos el latido de una nueva amenaza.

Yo -ya se lo he dicho alguna vez- no temo a la muerte. Me confino porque no tengo más remedio, porque así lo ordena la autoridad competente, porque es lo que hay que hacer y porque sé que al hacerlo contribuyo a que otros -acaso más frágiles que yo, que como asmático no lo soy poco- puedan esquivar esta enfermedad. Soy consciente de que tenemos que aislarnos, no queda otra y los que no lo entiendan así son unos imbéciles que deberían ser molidos a palos al curioso estilo de la policía india, que, por alguna razón que se me escapa, parece haber tomado como referente disciplinario al Tío de la Vara de José Mota. 

Pero si la decisión de aislarme o no tuviera una dimensión estrictamente personal, sin repercusiones para terceros, volvería a mi vida ordinaria mañana mismo a primera hora, aunque el virus estuviera esperándome a la vuelta de la esquina con un garrote como el del as de bastos. Y lo haría no sólo porque me apetezca mucho abandonar este enclaustramiento forzado (que también), sino porque me parece que hay algo intrínsecamente patológico en vivir con miedo y así es exactamente como vivimos ahora. 

El confinamiento es sólo un síntoma mas de ese miedo. Por primera vez en mucho tiempo nuestra sociedad, una sociedad que se creía a salvo de todas las contingencias e instalada en la queja permanente, porque desde niños no paran de repetirnos que gozamos de un prolijo catalogo de derechos inalienables, se enfrenta a un asesino en serie que no sabe nada de derechos, de clases sociales ni de fronteras y que amenaza con llevarse todo lo bueno de nuestra forma de vida por delante. Y nuestra reacción consiste, como no podía ser de otra forma, en morirnos de miedo: miedo a lo desconocido, miedo a la enfermedad, miedo a la crisis económica que está por venir, miedo a todo. 

Por eso hacemos infinidad de tonterías: los ciudadanos compramos cosas que no necesitamos, nuestros gobernantes no dan una a derechas y no paran de mentirnos porque ya no distinguen la realidad de la ficción, la prensa se dedica a hurgar en la herida porque la opinión pública es adicta a las emociones fuertes y, en fin, todos nosotros, cada uno a su manera, vamos adentrándonos en lo más oscuro del miedo, como esos trenes de la bruja de las atracciones de feria en los que tan pronto te cae un escobazo como te asalta un zombie con pústulas. 

Cuando todo pase, también habremos de encontrar una vacuna contra este virus del miedo que se ha instalado entre nosotros. Y tendremos que hacerlo cada uno y, a la vez, todos juntos, como sociedad, para que podamos acabar de curarnos. Para curarnos de verdad.

Comentarios