Confinados



Nada, que continúa el confinamiento. Y va para largo. Aunque pocas, también tiene sus ventajas. Para empezar, me estoy ahorrando un dinero en vestuario y gasolina. Y hoy mismo, por ejemplo, recibí un correo electrónico en el que la web de Turismo de la ciudad de Nueva York me interrogaba, a modo de provocación, acerca de cuántos museos de la ciudad era capaz de visitar en un sólo día. Responder no me resultó difícil: a día de hoy, ninguno. Y me temo que eso también va para largo.

Cambiando de tercio, otra cosa para la que me ha servido el coronavirus es para ratificar que la filosofía contemporánea no tiene nada interesante que ofrecer. En estos días de zozobra la prensa recurre a menudo a los filósofos de mayor renombre para que nos iluminen con su sabiduría y lo cierto es que, lamento decirlo, por más que trato de rastrear en lo más hondo de sus palabras, lo único que encuentro son propuestas que van de lo delirante a lo tontorrón y que sólo tienen en común una lastimosa desconexión con la realidad. Palabrería académica de lo más vano, que no es más que el equivalente contemporáneo de la vieja superchería de toda la vida de los vendedores de elixires curativos y crecepelos milagrosos. 

El virus fomenta el misticismo. Por eso en lugar de aceptar algo tan obvio como que mucho antes de que el ser humano pusiera los pies sobre la faz de la tierra miles de virus y bacterias andaban ya sueltas por ahí tratando de abordar las entrañas de cualquier criatura para reproducirse una y otra vez, inagotablemente, aunque ello acabe llevándose por delante la vida del huesped, la gente malgasta su tiempo especulando con ideas de lo más raro, como que un maléfico científico chino creó el virus en un laboratorio o que lo hizo Donald Trump con el sobrante de su tinte naranja. La verdad es más sencilla y ya la anticipó hace mucho el maestro Spinoza: todas las cosas quieren perseverar en su ser. Los virus y las bacterias no son una excepción, aunque para llegar hasta nosotros hayan de atravesar puertas de embarque, océanos, murciélagos y pangolines al ajillo. 

El virus me ha privado, además de la libertad, de un viaje a Portugal para celebrar mi cumpleaños. Contarlo ahora, en medio de esta catástrofe, suena superficial, tanto que, si lo hiciera, por ejemplo, en Twitter, estoy seguro de que me correrían a gorrazos. Pero como este blog es mío (sí, mi tesoro, sólo mio) puedo usarlo para decir lo que me venga en gana porque, entre otras cosas, lo que me apena o no, lo sé yo mejor que nadie y porque, además, no quiero contribuir a la impúdica exhibición de sentimentalismo barato en la que los medios de comunicación y, en particular, la televisión, han convertido a los centenares de fallecidos con los que ahora nos desayunamos cada día.

La razón por la que me gusta tanto Portugal la resume Borges en una entrevista que leí hace tiempo (aquí): Portugal sabe que ha perdido un imperio. Los españoles no saben que lo han perdido. Hay algo en esa serena falta de afectación que aleja a los portugueses del síndrome español del nuevo rico y les convierte en la antítesis de los franceses, que todavía parecen convencidos de ser un imperio y que, así -en general y seguro que con millones de excepciones- me resultan insufribles y de los ingleses, que, aunque no me resultan tan antipáticos como los franceses, porque sintonizo bien con su sentido de la ironía, últimamente no me dan más que disgustos.

Como no hay mal que por bien no venga, mucho me temo que mis próximos viajes serán, por fuerza, de proximidad: Asturias, León, Zamora. Algo de playa. Granada, quizás. En fin, que, en esta situación, confinado y recluido, todos los destinos me parecen fascinantes. Dentro de un mes, con sus cuatro semanas adicionales de cautiverio, intuyo que estaré ansioso por visitar, como lo hacen las gaviotas, hasta el vertedero municipal de residuos urbanos con tal de ver la luz del sol esparcirse sobre restos de plástico. Y no porque se esté mal en casa, sino porque, vamos a reconocerlo, lo que resulta muy difícil de aceptar es que tengamos que estar dos meses sin salir porque alguien (da igual que fuera un chino comiendo fideos que un señor de Móstoles fabricando empanadillas) le hincó el diente a un bicho con escamas que tiene toda la pinta, además, de ser de lo más indigesto. Tiene cojones la cosa.

PD. Otra cosa buena del confinamiento es que como el Congreso anda decaído no tengo que asistir al sonrojante espectáculo que nos proporcionan siempre ese formidable dúo de inmorales, zafios y buenos para nada formado por Lastra y Ábalos, que ayer mismo firmaban una carta exaltando a la militancia, al modo comunista tradicional, para que mantuviera prietas las filas y tragara con lo que fuera menester. Y la verdad es que, entenderlo, uno lo entiende, porque si no fuera por las generosas ubres del partido que los acoge ¿dónde iban a encontrar acomodo esas dos criaturitas con las que la naturaleza ha sido tan cicatera? 

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