El plan



Parménides de Elea, Parménides para los amigos y conocidos, al que tanto deben, por cierto, Platón y Aristóteles, acuño una frase inmortal: "Todo el mundo tiene un plan hasta que recibe la primera hostia".

Como sé que ustedes, amables lectores, son gente versada en las más variopintas disciplinas y como intuyo que, a diferencia de Adriana Lastra, ostentan un razonable dominio de sus facultades intelectuales, no me queda más remedio que confesarles que la frase no es de Parménides, sino de Mike Tyson, el archifamoso boxeador a quien tanto deben los aficionados al noble arte del boxeo en general y, muy en particular, sus mánagers y promotores y los dentistas de sus contrincantes. 

El caso es que Mike Tyson, que no es precisamente un santo (¿quién de nosotros lo es?) encontró la forma de destilar con el alambique de una única frase el curso de la existencia humana. Uno anda por ahí tranquilamente, con todo bajo control, cada cosa en su sitio y con la lección bien aprendida y de pronto viene la vida y, pam, te calza una hostia y envía todos tus planes a tomar viento. 

La hostia puede adoptar formas muy diversas: puedes encontrar a tu mujer compartiendo edredón con tu hermana, puedes tener un accidente de coche de lo más tonto en el que el volante golpee varias de tus costillas y dos de ellas acaben atravesando tus pulmones, te puede tocar la lotería o la bonoloto (que no todo va a ser malo) o te pueden publicar (por fin) ese libro que llevaba años perdido por los cajones sin encuadernador que lo encuadernara.

Sometida a la intemperie del azar, la vida humana resulta terriblemente frágil e insignificante, como la luz de un tren que a lo lejos, en medio de la noche, atraviesa el páramo con la lánguida belleza de las cosas fugaces. En los días normales no somos conscientes de ello. Y es mejor que sea así. 

Volviéndo a los clásicos, cuenta Schopenhauer que sobre la puerta del burdel de Pompeya podía leerse la inscripción "hic habitas felicitas" (aquí mora la felicidad). En nuestro caso la felicidad habitaba, o al menos ahora nos lo parece, en la vida anterior a este confinamiento inagotable que nos ha convertido a todos en trenes parados en vía muerta, en pasajeros en una estación abandonada que se consuelan viendo como cae la lluvia sobre los cristales.

Lo peor del confinamiento es la sensación de inanidad. Parece que la vida -nuestra vida- se hubiera quedado colgada y todo fuera vano e inútil. La única emoción que nos proporciona el mundo exterior consiste en comprar harina y papel higiénico embozados en una mascarilla reutilizada que huele a pies y poseídos por la vaga sensación de que el virus anda por ahí al acecho, en la sección de congelados o entre las tartas de cumpleaños.

De niño cuando había algún peligro mi padre siempre me decía: si te quedas quieto no te pasará nada. Mi padre lleva muchos años muerto, pero su advertencia parece más vigente que nunca. El problema es que no hacer nada por decisión propia es estupendo, pero tener que estarse quieto por imperativo sanitario es la cosa menos apasionante del mundo con la posible excepción de escuchar uno de esos viscosos discursos de Echenique en los que se entrelazan tan bien las mentiras y las necedades. 

Además, estar encerrado desata en el ser humano una irrefrenable pulsión de libertad, incluso en esos ciudadanos que llevan veraneando dieciocho años seguidos en un minúsculo apartamento de Torremolinos en el que para abrir el horno hay que cerrar la puerta de la nevera y en el que la suegra no para de quejarse de que con el calor se le ponen fatal las varices. 

En fin, que a ver lo que dura esto, que ya va durando demasiado.

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