Saldremos a la lluvia




Hace mucho tiempo alguien me dijo que, más tarde o más temprano, si se aguarda lo suficiente, la voz del tiempo acaba respondiendo a todas nuestras preguntas. Aquí lo repite, a su manera, García Márquez en su novela "El amor en los tiempos del cólera": deja que el tiempo pase y ya veremos lo que trae.

Hay otra frase en el recorte que viene que ni pintada en un momento como este en el que una distopía apocalíptica se ha mudado -y a lo que se ve para quedarse un tiempo- a la sección de historia contemporánea: "la inmovilidad forzosa y la certidumbre cada día más lúcida de la fugacidad del tiempo". 

No poder salir de casa y ver como el tiempo se consume y los días se suceden tiene algo de refinada tortura. Uno se encoge y a ratos hasta se acongoja al intuir, además, que el futuro que se nos viene encima tampoco será una fiesta. 

Lo bueno es que, pase lo que pase, se aproxima el verano y algún día saldremos a empaparnos de sol por los caminos con la infantil alegría de esos perros a los que acaban de liberar de la correa. Y como el recuerdo es un material plástico, en permanente reconstrucción, cuando pensemos en esta cuarentena recordaremos sólo las anécdotas, las videoconferencias, las extrañas canciones de los vecinos, las tardes al sol y, al correr del tiempo, sucederá lo que sucede siempre, que no habremos aprendido nada de nada, porque no sólo tenemos la capacidad de olvidar lo que no importa, sino que, por fortuna, tenemos la prodigiosa facultad de olvidar también aquello que nos importa demasiado, a través de ese minucioso proceso de mistificación y adulteración de la realidad que recibe el nombre de recuerdo. 

La etimología no engaña: recordar es volver a pasar por el corazón. Y es cierto, porque recordar no es una operación intelectual sino un proceso afectivo, gobernado por nuestras emociones y por nuestras experiencias y, por eso mismo, el recuerdo nunca es una radiografía del pasado, sino una reconstrucción no menos libre y fantasiosa que la que Sir Arthur Evans hizo del Palacio de Knossos en la hermosa isla de Creta, a la que, por cierto, regresaré como regresaré a Nueva York y a Zamora en cuanto este desordenado mundo se vuelva a componer un poco y los aviones empiecen a despegar de nuevo.

Todo se andará. 








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