The report



Acabo de ver "The Report" una estupendo thriller que relata la investigación de un comité del Senado de los Estados Unidos que demostró, con un informe de miles de páginas, que la CIA había empleado, bajo el eufemismo de "técnicas de interrogatorio mejoradas" -acuñado, por cierto, muchos años atrás por los nazis- múltiples métodos de tortura contra detenidos en el marco de la guerra contra Al Quaeda que siguió a los atentados del 11S.

Lo más curioso de la película es que las técnicas de interrogatorio en cuestión, que no sólo constituían una flagrante violación de las leyes y de los convenios internacionales que reprimen la tortura, sino que, además, se revelaron del todo ineficientes, fueron desarrolladas por dos psicólogos (Mitchell y Jessen) que no tenían ni la menor idea de lo que estaban haciendo. Nunca habían interrogado a presuntos terroristas (en realidad nunca habían interrogado a ningún tipo de delincuente) y no había ninguna evidencia empírica que apoyase sus métodos de trabajo. Eso sí, a cambio de unos servicios ilegales, brutales e inútiles cuando no contraproducentes, porque -como era de esperar- bajo una presión extrema los detenidos tienden a inventarse cualquier cosa para salir del paso, lo que sólo contribuye a embrollar aún más cualquier investigación, los susodichos recibieron la módica cifra de 81 millones de euros.

¿Por qué sucedió algo así? Porque la histeria es una pésima consejera. Cuando se produce algún acontecimiento excepcional como un atentado la administración recibe una enorme presión por parte del público y la prensa: hay que hacer cosas y conseguir resultados. Y ese hacer cosas, a menudo, consiste en emprender iniciativas que no tienen el menor fundamento, pero que sirven para tranquilizar a la opinión pública y/o para justificar la propia actividad de la administración. En una situación así, además, no conviene parecer demasiado reflexivo porque la reflexión puede ser interpretada como parálisis o inacción. 

Por eso un gobierno acaba aceptando el ahogamiento simulado o el enterramiento fingido como técnicas de interrogatorio y por eso otro gobierno (adivinen cuál) acaba comprando mascarillas y test que no funcionan y por no acertar no acierta ni cuando tiene que contar a sus muertos. Porque no se toman decisiones racionales basadas en evidencias sino que se siguen impulsos primarios, oportunistas, ideológicos y carentes de fundamento que se traducen en iniciativas absurdas o aberrantes. 

Cambiando un poco de tercio, no puedo dejar de mencionar que en medio de esta tragedia en la que ahora vivimos me conmueven los llamamientos a la unidad de Podemos y el PSOE. Me conmueven y me emocionan, porque cuando antes de ayer, en la época de Mariano Rajoy, una terrible pandemia de ébola acabó con el horripilante saldo de un perro muerto y una enfermera recuperada, la oposición pidió la dimisión de todos los Ministros, el procesamiento del Gobierno entero, el cese de Albus Dumbledore en la academia Hogwarts y la jubilación por incapacidad de Leo Messi.

Como aullarían ahora los fieros portavoces de Podemos y del PSOE si la administración de Mariano Rajoy contara los muertos por miles. Estoy convencido de que sus llamadas a la unidad y al consenso consistirían en convocar algaradas para pegarle fuego a las sedes del PP. No me cuesta nada imaginar el ácido que soltarían por esas boquitas de piñón Monedero, Echenique e Iglesias y, en perfecta sintonía con ellos, sus secuaces, lacayos, palafreneros y correveidiles en los medios de comunicación.  

Como nunca he votado al PP y no albergo la menor simpatía por ese partido tan propenso al latrocinio y tan refractario a la ética política tengo la legitimidad de poder decirlo bien alto: siento mucho asco por una sociedad que no ha sido capaz de declarar ni un día de luto por sus miles de muertos y que consiente y hasta aplaude todos los desafueros de este gobierno. Uno de esos muertos, por cierto, era alguien a quien yo, en la distancia, apreciaba mucho, José María Calleja, al que ETA que no pudo matar pero al que sus cómplices y beneficiarios, los que siempre recogen las nueces, acabaron empujando fuera del País Vasco y que no ha sobrevivido a este asqueroso coronavirus.

España no es, para lo bueno y para lo malo, Estados Unidos. Por eso no tengo demasiada fe en que algún día se haga un informe exhaustivo sobre los despropósitos, las mentiras y los errores que nos han convertido en uno de los líderes mundiales en número de fallecidos por millón de habitantes. Pero quizás me equivoque. Si así fuera no me importaría dedicar unos cuantos años de mi vida a redactarlo, como el personaje al que interpreta majestuosamente Adam Driver (siempre inteligente y algo perturbador), si al final consiguiera que se hiciera un poco de luz sobre este tenebroso asunto. 

Creo que no se me daría mal. Me gusta escribir y soy capaz de procesar una enorme cantidad de información. Además, soy un poco autista, así que puedo aplicar un esfuerzo descomunal sobre una única tarea todo el tiempo que haga falta. Por otra parte, como buen autista, en el fondo y no tan en el fondo, me importa bastante poco la opinión de los demás porque -he de confesarlo- rara vez me resulta interesante, con lo que no soy fácil de influenciar. Y, por último, una vez que me pongo a una cosa no paro hasta llegar al final, aunque para conseguirlo haya de desenterrar el cadáver momificado de mi tía abuela Eugenia, que, como en una novela victoriana, falleció atropellada por un carro tirado por caballos cuando regresaba algo borracha de rezar el rosario en casa de una vecina de Perlora. 

PD. ¿Por qué se aplaude a los médicos o a las enfermeras que, al fin y al cabo, han elegido libremente su trabajo y además cobran por hacerlo y no a los autónomos y a los trabajadores a los que esta crisis va a dejar a la intemperie? ¿Y quién tiene un recuerdo para los hijos, nietos, hermanos y hermanas de los miles de muertos que cada tarde escuchan el famoso resistiré acompañado de extrañas coreografías festivas?

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