Se vende humo, razón aquí
Cuando era niño y me ponía enfermo, cosa que por mi inclinación al asma y a las bronquitis pulmonares no era nada rara en invierno, me resultaba perturbador que en el colegio la vida continuara sin mi. Imaginaba a mis compañeros en clase o en el recreo, a los profesores, el sinuoso recorrido del autobús escolar por todos los pueblos del concejo y la luz iluminando el pupitre a primera hora de la tarde y me resultaba insoportable la idea de estar allí, en la cama, fuera de ese mundo y que todo siguiera su curso mientras yo tosía y tosía entre las sábanas.
Estos días experimento, en relación con mi trabajo, una sensación similar. No es que no trabaje o teletrabaje lo que me corresponde. Se trata, más bien, de que todo lo que hago me parece, en el contexto en el que ahora nos ha tocado vivir, pueril y absurdo, como si mi reacción ante la noticia de una inminente invasión alienígena fuera ponerme a hacer calceta y entonar una de aquellas viejas melodías de Antonio Machín que tanto le gustaban a mi madre.
Cuando trabajaba de cartero, allá por Pedralbes, me perturbaba la idea de que ese trabajo no estaba a la altura de mi formación. Pero nunca sentí que fuera un trabajo de mentira: hacia mi reparto por aquellas empinadas cuestas y al regresar a la oficina todas las cartas y los paquetes habían llegado a su destino. Era como si desde aquellos casilleros de metal alojados en un oscuro sótano contribuyera, aunque fuera muy modestamente, a mantener el orden del universo. Yo hacía mi parte y me iba a casa con la satisfacción del deber cumplido.
Desde que dejé ese trabajo no he vuelto a experimentar esa sensación. A medida en que he ido ascendiendo por el laberinto de la administración me ha ido envolviendo una sensación más y más viscosa de irrealidad, como si nada de lo que hago tuviera ya la más mínima conexión con el mundo exterior. Trato de hacer bien mi trabajo, no me pagan mal, no pueden despedirme salvo que la emprenda a mordiscos con un inspector de servicios (y aún así habría que verlo, porque se trata de sujetos más secos que la mojama y nada apetecibles), el horario no me va a matar y, sin embargo, de alguna forma, me parece que todo lo que hago es, en múltiples sentidos, una estafa, como si mi contribución neta al bienestar de la sociedad se hubiera ido disolviendo más y más hasta desaparecer por completo.
Ahora, por ejemplo, estamos teletrabajando, lo que significa que hemos cerrado el edificio. Eso me produce una sensación ambivalente: comprendo las razones de salud pública que lo exigen, pero, por otra parte, el hecho de que hayamos cerrado, nos hayamos ido a casa y nadie tenga ninguna queja al respecto me ratifica en la idea de que, muy a mi pesar, hace demasiado tiempo que transito por un universo laboral ajeno a la realidad, porque ¿qué nos dice acerca de su necesidad y de su valor un trabajo en el que si cierras durante dos meses no ocurre absolutamente nada?. ¿Es un trabajo real o es sólo un artefacto de la burocracia administrativa cuya única función real es hacer que esa enorme máquina siga rodando?
No me gusta esta sensación de inutilidad. Seguro que si se lo explicara a mis compañeros más de uno me diría: bueno, hacemos lo que nos toca, nos pagan, ya está, no hay que darle más vueltas. Alguno, incluso, encontraría la forma de sentirse víctima de algún agravio imaginario, porque hay gente que ha hecho de la queja su particular forma de cosmovisión y de esa burra ya no hay quien le apee. Yo, en cambio, si quieren que les diga la verdad, me siento incómodo con esta situación, como si estuviera robando, porque no siento que esté contribuyendo en nada a hacer que este mundo en crisis sea un mundo mejor. Y es preciso que sea mucho mejor.
Mi hermano vende fruta en la calle Magnus Blikstad en Gijón. Vende fruta real, a gente que la necesita y que, por lo que parece, está dispuesta a pagar dinero de su bolsillo para conseguirla incluso en medio de esta pandemia interminable. Va a su huerto en el monte y si se descuida, mientras planta fabes y patates, le pican los tábanos y las garrapatas. A veces llueve y la cosecha se inunda. O hace demasiado sol y hay que acabar regando de urgencia. O demasiado viento y el aire arranca los invernaderos. Otras sufre las excursiones nocturnas de los jabalís o de algún amigo de lo ajeno. Y, a la que se acerca el verano, hay que tener un ojo puesto en la brigada aerotransportada de las avispas asiáticas, capaces de enviarte al otro barrio de un picotazo.
A mi todo eso me produce una envidia terrible, porque hace demasiado tiempo que no tengo ni la menor idea de qué es lo que vendo y, además, por el aroma a quemado que desprende algo me dice que bien pudiera tratarse de nada más que de... humo. Humo envuelto, eso si, en carpetas de colores, documentos electrónicos y larguísimos expedientes de contratación tramitados por el inagotable procedimiento abierto simplificado, que no sé si es muy abierto, pero que de simplificado no tiene nada.
En fin, que es muy probable que al final se trate de eso. De humo nada más. Tampoco pasa nada por reconocerlo. Como decía aquella extraordinaria canción de Serrat: "nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio".
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