Gracias Michael



La vida te da muchas cosas extraordinarias: la inigualable experiencia del amor, los amigos y las experiencias compartidas con toda la gente que te quiere y con toda la gente a la que tu quieres: el Mundial de Sudáfrica de 2010, Astorga, Pedro Delgado, Madrid, Leo Messi, Manhattan, Miguel Indurain, Villabrázaro, Iniesta, Gijón, Fernando Alonso, Rafael Nadal, Creta. La lista sería casi interminable. 

Pero hacerse mayor tiene una parte mala. No es envejecer. Envejecer es algo que ocurre todo el tiempo, desde el mismo instante que nacemos. Y ya está. La parte mala de hacerse mayor es ir perdiendo gente a la que quieres. De entre esas pérdidas hay algunas obvias e irremplazables -mi padre, mi tío- pero hay otras menores y muy dolorosas, las de toda esa gente a la que no conoces en persona pero que, de alguna forma, ha compartido una parte de tu trayecto emocional.

A mi me acaba de ocurrir eso con Michael Robinson. En los últimos años su voz ha sido la voz del fútbol y yo encontraba en ella -siempre irónica, siempre inteligente- un refugio frente a la intemperie de toda esa tontería que casi siempre rodea al mundo del deporte. Hace un tiempo me enteré de que tenía un cáncer y esta semana la sombra negra de ese cáncer ha acabado con su vida. 

Esas pérdidas me empobrecen. Como en aquella canción de Manolo García, turban mi paz y rompen mi armonía. Me van quebrando por dentro. Por todas esas personas que, de pronto y sin venir a cuento, ya no están en el mapa de tu vida. Pero también porque, siendo honestos, la posibilidad de que alguna vez sea yo el que no esté tiene cada día un trazo un poco más definido, como si el lápiz de la muerte ya hubiera empezado a hacer un boceto de mi imagen en el espejo.

Cuando somos jóvenes tenemos la mirada en llamas. Nos asomamos a una vida que asombra, grita y se enciende. Todo se renace y se redibuja cada día y volamos leves sobre los tejados como si ese vuelo no fuera a acabar nunca. Ahora, a mis cincuenta años, empiezo a tener la certeza de que ese vuelo no durará para siempre y de que no queda más remedio que ponerse las pilas, robarle tiempo al tiempo y aprovechar cada latido, no sea que sea el penúltimo.  

No me malinterpreten. Sé que todo tiene un final y nuestra vida también. Pero una cosa es saberlo como lo sabe un niño y otra cosa, muy distinta, es recordarlo a golpe de ir dejando a seres queridos en el camino. Esa, la evidencia de la pérdida, es una forma de conocimiento de la muerte que no tiene nada que ver con la retórica de saber que todos nos vamos a morir, del mismo modo que leer novelas de amor no tiene nada que ver con la experiencia de enamorarse.

En fin, que voy a echar de menos a Michael Robinson. De él me gustaba, en particular, una cosa muy británica, su recelo instintivo hacia el exceso de énfasis, el histrionismo y la exageración cainita que tanto nos gusta a los españoles, que no nos definimos tanto por nuestras ideas u opiniones como por el deseo de aplastar las de nuestros adversarios. Un exceso de acritud y de énfasis que Robinson evitaba con su alegre ironía y que a mí me gustaría ser capaz de esquivar en el futuro, aunque para conseguirlo haya de someter a mis ardorosos genes asturianos, siempre prestos al combate dialéctico.

Para despedir la noche he visto el Informe Robinson dedicado al mundial de Sudáfrica. Siempre me emocionan esas imágenes, pero esta noche incluso el cabezazo de Pujol en la semifinal contra Alemania gritado por Michael Robinson y Carlos Martínez tenía un aire melancólico y triste, como el de un atardecer al final del verano que ya se asoma al otoño de la vuelta al colegio.

Gracias Michael, ha sido un honor y un placer. 

Gracias por todo. 


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