Manual de política española



La política española es una áspera carretera sin asfaltar rodeada por dos cunetas bien definidas que sirven para que los francotiradores de cada bando aprovechen cualquier ocasión para disparar sobre sus enemigos mortales: los fachas o los rojos, según el caso.

Esta descripción de la España de la guerra civil se ha sofisticado muy poco con el paso de los años. Se ha añadido, eso sí, una orilla más, la que agrupa a los independentistas catalanes, que antaño se presentaban como sonrientes revolucionarios y de un tiempo a esta parte, por obra y gracia de la frustración, se han quitado la careta y no dudan en calificar a sus enemigos (los españoles) como bestias, ñordos, protohomínidos y lo que haga falta. 

Y eso es todo. Sólo hay una cosa en la que esos tres colectivos (los fachas, los rojos y los amarillos) estén de acuerdo: en su odio visceral a Ciudadanos. Cuando Ciudadanos pacta con el PP es porque son fachas. Cuando Ciudadanos pacta con el PSOE es porque son un partido veleta. Y cuando se oponen a los sagrados designios de los independentistas son... lo peor de lo peor, es decir, españoles.

La razón por la que Ciudadanos concita ese odio universal resulta muy reveladora de la mentalidad política española: aquí hay que ponerse un uniforme y, pase, lo que pase, mantener prietas las filas y no conceder ni un palmo de terreno al enemigo. Ni un paso atrás. La política, entendida como negociación, cesión y búsqueda del equilibrio suscita en España todo tipo de recelos. Lo único que cuenta son las consignas, amplificadas hasta el paroxismo por las redes sociales y, por supuesto, contar con el apoyo de las televisiones afines (lo que en el caso de Ciudadanos significa contar con el apoyo de nadie).

La decisión de Ciudadanos de contribuir a prolongar el estado de alarma -decisión que considero, dadas las circunstancias, inevitable- significará una nueva lluvia de estacazos sobre Inés Arrimadas, que ya tuvo que huir de Cataluña para escapar de las continuas muestras de afecto de los independentistas y que, a poco que se descuide, acabará exiliada en las Malvinas o en alguna isla del Pacífico en la que, con un poco de suerte, no haya nadie dispuesto a arrojarte arena a los ojos para empezar una pelea. Y, de paso, muy probablemente, supondrá una paso más hacia la definitiva extinción de Ciudadanos, partido al que se reprocha, por este orden: que no pacte con el PP, que pacte con el PP, que no pacte con Sánchez y, ahora, que pacte con Sánchez. O sea, una cosa y la contraria.

Eso es la vida política española. Un laberinto de bajas pasiones, argumentos de vuelo rasante, apriorismos, clichés, maniqueismo, lugares comunes, peleas tabernarias, ríos de tinta que nunca desembocan en el mar de la verdad, regates cortoplacistas, chistes y chascarrillos, saldos, dimes, diretes y excusas, tweets y postureo para mantener entretenido al personal y, en fin, asegurarse de que los fieles de cada bando no dejan de profesar su fe con la severa docilidad y la mala baba del que carece de ideas propias pero que, a cambio, tiene muy claro su odio por esa reencarnación del mal al que denomina adversario político.

Muy poquita cosa en realidad.

PD. Desde que tengo uso de razón siempre me he sentido en una absoluta minoría política. Soy liberal en un país en el que el común de los mortales ni siquiera sabe qué es eso y en el que los liberales podríamos hospedarnos, todos, en una diminuta pensión de mala muerte y aún nos sobrarían camas. Sostengo siempre, por principio, causas impopulares, que son, por cierto, las únicas que merecen la pena. Descreo de las masas y de los convencidos, que me parecen una abominación y contemplo la actualidad política con la distancia de un gato que deambula por los tejados y que -aunque algunas noches se siente un poco sólo- a cambio disfruta de las ventajas de no tener que comerse de mala gana las espinas que le arroja el amo. 

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