El tiempo es ahora
El año en que, justo antes de Navidad, un cáncer impostor y alevoso le reventó el cuello a mi tío y se lo llevó al otro barrio me refugié en una canción que no tenía nada que ver ni con él ni conmigo ni con nada en particular, pero que reflejaba todo lo que yo sentía en ese momento, que era una mezcla de desolación, al comprobar una vez más que el tiempo todo lo barre y, también, de rabia, de mucha rabia, porque hay cosas que no deberían ocurrir nunca y que cuando lo hacen te dejan con ganas de secarte las lágrimas con los puños de la camisa y liarte a tiros con el destino, el azar o con la recontraputísima madre del programador de todo, a ver si así atiende a razones y pone el ojo en todos esos indeseables que andan por el mundo tan felices sembrando la pena, en vez de meterse con la gente como mi tío que a sus más de ochenta años tenía la maldad de un niño de siete; por más que, como todos ustedes saben y yo tampoco ignoro, todas estas tribulaciones no conducen a ninguna parte, porque en el retorcido juego de vivir, como en los sorteos de lotería, la justicia no pinta nada y al que le toca la bolita le toca y punto y a los que vamos quedando no nos queda otra que dejar que el tiempo vaya haciendo su trabajo y seguir rodando, unos días cuesta arriba y otros cuesta abajo, entre promesas de vacunas, estadísticas de pandemias y planes de desescalada que parecen sacados de una película de sobremesa de esas en las que la gentil doncella cosmopolita regresa al pueblo y se reencuentra con su novio de la juventud, un muchacho que compensa su propensión al fracaso escolar con una curiosa habilidad para lo que desde un punto de vista técnico se podría definir como darle a la muchacha como a cajón que no cierra y entonces, justo en la última media hora, ella se da cuenta de que tampoco se está tan mal sin wifi y por eso decide abandonar su carrera de exitosa ejecutiva en la división de ventas de una multinacional y empezar una nueva vida laboral fabricando quesos artesanales entre ovejas merinas, mierda y fardos de paja, porque al fin y al cabo la vida no es más que eso, una película que alterna momentos deprimentes y otros llenos de luces de colores y por eso no hay más remedio que tratar de apurarla hasta la última gota, porque de una forma u otra todos -desde el el más clarividente hasta la diputada Lastra- intuimos que al otro lado del telón, al final de todos esos caminos secundarios, más allá de donde se pierden de vista los raíles de la vía del tren, no hay nada de nada.
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