The weary kind


"Escribes poemas
porque necesitas
un lugar
en donde sea lo que no es".
Alejandra Pizarnik

La gente, como concepto, me agota. Me ocurre desde siempre y por eso, y porque por más que lo intento es imposible evitarla del todo, he acabado por acostumbrarme y aceptarlo como lo que es, un hecho, no muy distinto a tener canas en la barba o calzar un cuarenta y seis. No tiene ningún mérito, todo lo contrario, es un defecto personal y no pequeño, uno de los muchos que me caracterizan. Por su culpa descreo de los procesos electorales, de las mayorías absolutas, de las minorías vociferantes, de los individuos cargados de dogmas bien envueltos de razones, de los altos ideales en los que se cobijan los más bajos intereses y de las buenas intenciones repletas de prejuicios e ignorancia. 

Para ayudarles a entenderlo tendría que cogerles de la mano y llevarles de vuelta a mi infancia. Si lo hacen podrán ver, una tarde cualquiera, en una clase del colegio público San Felix de Candás, distraído en la contemplación de cualquier cosa ajena al programa escolar, al niño que yo era. De fondo, a modo de banda sonora, se escucha la voz de alguno de mis compañeros intentando descifrar, con desigual fortuna, los secretos resortes de eso que se ha dado en llamar lectura. A mí, que había aprendido a leer por mi cuenta a los tres años de edad, me resultaba incomprensible que, casi diez años más tarde, aquella tarea elemental les continuara resultando a casi todos tan ardua y vacilante.

De ahí surgió una intuición, la de que algo no iba bien en el mundo y sobre esa intuición, asentada por el paso del tiempo y regada por un fértil caudal de evidencias, fue arraigando en mi cabeza la convicción secreta, algo vergonzante, pocas veces confesada y no siempre bien disimulada, de que estaba rodeado de idiotas. No me interpreten mal, no digo que todo el mundo sea idiota. Lo que trato de decir es que los idiotas son, de largo, el colectivo dominante en nuestra especie y lo que es peor, todo indica que su número no para de crecer, mal que me pese, que me pesa y mucho.

Para compensar mi indiferencia (léase desprecio) hacia el genero humano en general, soy de afectos corajudos e inquebrantables. Quiero a pocas personas, pero a esas, a las pocas personas a las que aprecio de verdad, nada ni nadie puede hacer que deje de quererlas y si mañana una criatura aberrante y maligna surgida de las entrañas de la tierra (algo así como Jaume Asens con su tupé) tratara de hacerles daño, no tengo ni la menor duda de que las defendería hasta mi último aliento, por más que, tratándose del aliento de un asmático, es probable que no fuera de mucha ayuda. 

A veces he tenido la sensación de que los solitarios no aspiramos tanto a ser amados como a ser comprendidos, si es que tal cosa es posible. Nuestra tragedia personal consiste en que nos damos cuenta de casi todo... justo cuando ya no se puede hacer nada al respecto. Nuestra vida es una tentativa, la de ir delimitando, a base de prueba y error -de muchos errores en realidad-, los nebulosos contornos de nuestra propia existencia, el temblor íntimo de lo que somos y esa pequeña llama sumergida bajo el agua de la que nacen todos nuestros incendios. 

Como dijo Simone de Beauvoir, conocerse a uno mismo no es garantía de felicidad, pero está del lado de la felicidad y puede darnos el coraje necesario para luchar por ella. Me gusta esa frase y me gusta pensar que es verdad, porque es hermosa y porque en el desconcertante universo que puebla mi cabeza, sujeto a sus propias leyes de la física, las cosas hermosas siempre son verdad. 

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