Friends


Hace un rato, deambulando con el mando a distancia por los canales de la televisión, he vuelto a ver el último episodio de Friends. La verdad es que no recordaba nada del desenlace de la serie y se me hizo extraño comprobar que -como yo mismo y como todo- ha envejecido un poco. Al acabar, me metí en Google (en efecto, mi vida es un no parar de grandes emociones) para averiguar en que año se había emitido en España.

Fue en 1997, tres años más tarde que en Estados Unidos. Para entonces yo tenía más o menos la edad de los protagonistas (la misma que Mathew Perry-Chandler Bing, por ejemplo). Si alguien me hubiera interrogado hace diez minutos al respecto hubiera respondido que eso era imposible, porque tengo la sensación de haberla visto hace poco. El paso del tiempo engaña y engaña mucho, en particular a mi, que por no saber nunca sé ni en qué día vivo.

Me divertí mucho con Friends. Era completamente irreal -por varias razones que no hace falta explicar- y, a la vez, resultaba completamente verosímil y por eso de alguna forma todos fuimos amigos de Mónica, Phoebe, Ross, Chandler, Joey y Rachel. Mi favorita era Mónica, que era muy lista y además me parecía guapísima (en mi cabeza lista y guapa son casi siempre sinónimos). Y me sentía un poco identificado con la empanada emocional de Ross Geller, que era muy listo y muy tonto a la vez, como todos los muy listos. 

La serie reproduce un esquema humorístico que se ha repetido hasta la saciedad: el payaso serio/formal (Mónica-Ross) y los payasos tonto/alternativo (Joey-Phoebe) y divertido/desastre (Chandler-Rachel). Las relaciones dominantes son de contraste (Mónica-Chandler, Rachel-Ross), porque eso asegura el conflicto dramático. Años después hubo otra que me pareció una copia flagrante del espíritu de Friends (Como conocí a vuestra madre) pero nunca llegó a engancharme, porque, aunque a ratos era graciosa, me resultaba demasiado forzada y artificiosa. Quizás porque ya había visto Friends y no era lo mismo.

Si algún día tuviera que contar de qué va este blog no me costaría mucho hacerlo: es la historia de una persona que no teme a la muerte porque la muerte es la nada y no encuentro forma de temer al vacío, pero que experimenta un terrible vértigo ante la evidencia de que el tiempo pasa y no se detiene y unos terribles accesos de melancolía cuando se da cuenta de que anteayer fue hace treinta años, que aquel prado en el que solíamos hablar y en el que se mezclaban bajo el sol las espigas y los rizos de tu pelo se ha convertido en el parking de un Mercadona y que dos tercios de las caras que aparecen en las fotos de mi primera comunión me esperan en un panteón en el cementerio de Prendes. Woody Allen lo explica mucho mejor que yo en Días de Radio, mi película favorita, de visionado obligatorio cada vez que se acerca nochevieja. 

El caso es que aquí estoy, una vez más, escribiendo de madrugada para entrar en calor en medio de ese vértigo del tiempo que pasa. Tratando de detenerlo con letras, de domesticarlo con palabras, de esbozar unas cuantas frases que amarren la experiencia de lo que he vivido para que el vacío y la melancolía no se lo lleven todo por delante. En vano, por supuesto. Nadie gana esa batalla. Pero me parece que sería de mal soldado no librarla mientras tenga ocasión de hacerlo. 

¿Saben por qué me acuesto tan tarde? Porque si lo hago tengo la sensación de que puedo adentrarme en un lugar secreto en el que todo sucede más despacio, como si pudiera retrasar la llegada de los ojos encendidos del día de mañana. Y así cada noche: escribo para quedarme en esta orilla, para encontrar el equilibrio y agarrarme a todo lo que he vivido y para que las horas muertas no me pillen dormido y me arrastren, como en la canción de Manolo García, a playas desiertas.

Bueno, por eso y porque hago siesta, todo hay que decirlo. 


Con el paso del tiempo todo se olvida.

Woody Allen, Días de Radio

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