Sobre la tontería


Yo crecí convencido de que en el mundo había dos clases de personas: los tontos y los listos. Al correr del tiempo me fui dando cuenta de que sucedía algo extraño: los tontos continuaban siendo tontos, porque son gente elemental y poco dada a las sorpresas,  pero no pude dejar de observar que a menudo hasta las personas más inteligentes actuaban de forma increíblemente estúpida. Yo, sin ir más lejos.

La psicología moderna explica que todos somos seres poliédricos. No se trata sólo de que nuestro saber sea sectorial y funcional y por eso siempre se caricaturiza a los científicos como señores mal peinados incapaces de encontrar sus propios zapatos. Ocurre que, incluso en lo que se supone que debería ser nuestra área de conocimiento (la política, la ciencia o la numismática), podemos acoger con toda naturalidad ideas de lo más abracadabrantes.

Hace unos años, en uno de esos reportajes que sirven de telón de fondo a la siesta, escuché la historia del desastre de la presa italiana de Vajont, una de las más altas de su tiempo, con nada menos que 262 metros de altura. La historia, muy resumida, es la siguiente: la presa se alojaba en un desfiladero y al tratar de llenarla de agua se observó que la ladera sur (el monte Toc o monte podrido), asentada sobre una capa arcillosa, tendía a deslizarse y caer hacia la presa.

En el tercer intento de llenado, la noche del 9 de octubre de 1863, la ladera de la montaña (más de 260 millones de metros cúbicos de rocas, tierra y bosque) se derrumbó sobre la presa a una velocidad de más de cien kilómetros por hora provocando un terremoto de 5,5 en la escala de Richter y una ola de 250 metros de altura que sobrepasó el vaso de la presa y arrasó varios pueblos a su paso, matando a unas 2.000 personas.

Hubo un detalle del asunto que me dejó estupefacto. En el documental se veía como uno de los ingenieros de la presa, advertido del peligro (un informe de un geólogo austriaco contratado al efecto desaconsejaba el llenado por el peligro de deslizamiento) realizaba sus precisas simulaciones... con una cubeta de agua a la que arrojaba calderos de grava. Su conclusión fue que, a la vista de la altura de las olas que se generaban en su modelo a escala, bastaba con dejar parte de la presa sin llenar para contener el previsible tsunami. No lo hizo por un margen de más de cien metros. 

Por todas partes gente inteligente, bien formada y cabal es capaz, por poner otro ejemplo, de votar a un mentiroso compulsivo como Donald Trump y quedarse tan ancha. Casi setenta millones de norteamericanos lo han hecho y no se trata, como a veces se oye por ahí, de que todos sean mentecatos o rednecks analfabetos de gatillo fácil. La realidad es siempre más compleja que los prejuicios. Algunos de sus votantes están convencidos de que ese venerable anciano de Scranton (Pensilvania) llamado Joe Biden es un émulo de Lenin presto a iniciar la revolución del proletariado. Otros... vaya usted a saber que carajo piensan, pero es seguro que tienen sus razones, por muy delirantes que nos parezcan a ustedes y a mí. 

La estupidez está en todas partes. A tiempo completo en los idiotas y a tiempo parcial en las personas que no lo son. Ninguno de nosotros está exento de ella. Todos tenemos prejuicios, ideas no sustentadas por la evidencia e inclinaciones que hacemos pasar por racionales, pero que en el fondo dependen de rasgos de nuestro carácter de los que apenas sabemos nada, de nuestros temores más profundos y de esos demonios interiores que nunca dejan de susurrarnos al oído. Somos falibles evaluando alternativas y procesando información compleja y en situaciones que exigen tomar distancia con nuestros intereses personales y nuestras propensiones naturales fallamos más que una escopeta de feria.

Dicho lo cual, tanta paz lleves como descanso dejas, amigo Trump y ojalá el destino acabe por depositarte en el lugar que te mereces, que intuyo no andará lejos del depósito de lixiviados de un basurero municipal. Allí estarás como en casa. Ya sé que no te importa, pero te confieso que no echaré ni un poquito de menos esa tez anaranjada y esa quejicosa voz de niño pijo malcriado que no sólo miente sino que, en el colmo de la mendacidad, pretende que los demás se traguen sus mentiras sin pestañear, como esa descomunal y prodigiosa sandez consistente en reclamar en plena jornada electoral que se detenga el recuento justo cuando vas ganando y antes de que la cosa se tuerza. Que pena que no se me he hubiera ocurrido a mi antes ese novedoso procedimiento. Me hubiera venido de perlas la noche en la que no hace mucho el Bayern (ay) nos goleó en la Champions. Que paren el partido y que se decida el resultado tirando una moneda al aire. Stop the match!

Esta noche debería estar triste al constatar una vez más (y mucho me temo que no será la penúltima) el caudal de idiotas que me rodean. Pero en el fondo estoy contento. Muy contento. Contento sin paliativos ni atenuantes. 

Y es por ti, amigo Donald, es por ti. 

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