Emocionarse y esas cosas



La primera vez que vi La La Land me emocioné (es decir, me puse a llorar) con la primera escena en la autopista y esa emoción, mezclada con un asombro casi infantil, no se detuvo durante toda la película. Me sorprendió, porque yo no soy de lágrima fácil (tampoco difícil, la verdad), pero La La Land sintonizó, de alguna forma, con una corriente interior de mi personalidad que seguramente andaba por ahí serpenteando desde niño en lo hondo del inconsciente y que ese día se asomó a la superficie y se desbordó. 

Con el tiempo me di cuenta -yo siempre me doy cuenta de las cosas con algo de retraso, porque, como mis enemigos intuyen, mis pocas neuronas ya andan medio caducadas- que lo que más me había conmovido de la película era la banda sonora de Justin Hurwitz, que ya me había impresionado unos antes en Whiplash y que volvería hacerlo dos años después en First Man, una película que es más de lo que parece a primera vista y cuya banda sonora tiene algo de hipnótico.

Recuerdo que algunos amigos me dijeron entonces que La La Land les había parecido un poco pastelazo. En tales ocasiones, cuando escucho cosas así, recurro, en primer lugar, a esa frase de Borges que dice que todas nuestras preferencias son arbitrarias (y es cierto que lo son) y, en segundo lugar, trato de reprimir el deseo instintivo de agarrar un saco de estiercol de veinticinco quilos y partirlo en el lomo de todos esos desdichados que por no saber no saben ni por dónde les da el aire. Naturalmente no lo hago, pero no por falta de ganas, ni porque me parezca particularmente difícil, sino porque intuyo que la vida en la cárcel no le haría ningún bien a mis pulmones y porque no me estimula la idea de someterme a un régimen de horarios pautados que se aviene tan mal con mi divagante personalidad.

No ignoro que la sociedad moderna se ha construido y es necesario que sea así, sobre una razonable represión de las emociones. Por eso, salvo contadas excepciones, de esas que ilustran cada día los noticieros, si uno se enoja con su vecino no le descerraja un tiro en la boca a modo de reconvención. Y si la suegra aprovecha, una vez más, una comida familiar para recordarle a su yerno que la calvicie le está ganando la partida, el susodicho no se levanta y ejecuta una combinación de crochet al hígado y uppercut al mentón, como acaso sería menester, para zanjar el asunto. Por eso la contención emocional goza de tan buena reputación: un adulto tiene que ser capaz de mantener a raya sus propias emociones pase lo que pase, aunque sea a costa de forjarse un corazón de cartulina y una sonrisa de anuncio de dentífrico. 

Todo eso es verdad. Pero la vida (ay), como dice aquel tango de Gardel, no es más que un soplo y por eso resulta imprescindible conservar algo de fiebre en la mirada y ser capaz de emocionarse cuando tenemos el privilegio de asistir a uno de esos momentos especiales en los que las campanas resuenan, el aire vibra lleno de música y todo se desata, porque son escasos o al menos no tan frecuentes como querríamos y porque, al correr del tiempo, cuando llegue el momento de la retirada y todo empiece a replegarse hacia las sombras, la memoria de todos esos momentos fascinantes y un poco locos será la única fortuna de nuestro corazón.

Por eso mismo, queridos amigos, siempre que tengan ocasión, sáltense el peaje de las convenciones sociales y tengan el valor de emocionarse con la humilde alegría de ese corajudo sol de invierno que, desafiando los pronósticos de la agencia nacional de meteorología, se cuela entre las densas nubes de la troposfera y brilla -flagrante, insolente y victorioso- a través de las ventanas y balcones de toda la ciudad, para recordarnos que, de una forma u otra, la vida siempre se abre paso. 


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