El aparato humano


La Gran Belleza es, sin duda, la película de mi vida. En una de sus escenas, Jep Gambardella, el único personaje sobre la faz de la tierra al que me gustaría parecerme cuando me haga mayor y que -como yo- no se toma en serio lo de escribir aunque muy probablemente se trata de la única cosa que sabe hacer medianamente bien, nos cuenta que el descubrimiento más importante que hizo pocos días después de haber cumplido los 65 años es que no podía perder el tiempo haciendo cosas que no quería hacer.

Yo me he dado cuenta un poco antes: en apenas un mes cumpliré cincuenta y uno. Me agotan todos esos señores tan serios y ocupados que, casi siempre, están vacíos por dentro, como pequeños dioses de papel maché que han aprendido frente al espejo a poner carita de puto amo. Se me desata el nudo de la ironía cuando observo a mi alrededor tanta superficialidad, tanta máscara y tanta hipocresía. A veces tengo que hacer un esfuerzo descomunal para no decir lo que pienso en medio del parloteo incesante de toda esa gente que se desangra hablando de cosas de las que no tiene ni la menor idea. 

Además, por mucho que se esfuercen en ocultarlo yo sé que que todo lo importante está debajo, guardado a buen recaudo: el sentimiento, el miedo, la tristeza, el vacío y los exiguos e inconstantes momentos de belleza. Todo sepultado bajo el rugido de los telediarios y de una actualidad política que parece diseñada por pastores mediocres para consumo de ovejas estúpidas.

Vivo entre gente que carece de necesidades primarias. A mi alrededor casi nadie pasa hambre, nadie tiene sed y si alguien tiene frío es porque que se ha olvidado la americana en el coche o encima del sofá. La modernidad ha acabado -al menos en esta minúscula fracción del universo que habitamos- con todo eso. Y sin embargo, seguimos vacíos y sin tener la menor idea de cuál el sentido de la vida: ¿Qué queremos de verdad? ¿Qué es lo que nos hace felices? ¿Puede la felicidad ser perdurable?

Yo no tengo la respuesta porque intuyo que esa respuesta no existe o es efímera. A cambio, eso sí, intento ser feliz cada día. Y cada día un poco más. Sonrío mucho y río fuerte porque cada risa agrieta un poco las cadenas. Trato de ser fiel a mi mismo. Observo cosas minúsculas que casi siempre pasan desapercibidas. Escucho música sin parar y pierdo auriculares por todas partes. Me equivoco mucho sin maldad y trato de no hacer daño a nadie, que es lo más que se le puede exigir a un ser humano. Abrazo fuerte y de verdad. No dejo que se me oxide -por si acaso- el cuchillo de la ironía. Me gusta ver como el sol del atardecer se despliega sobre el mar Egeo. Y Nueva York en todas las estaciones del año. Estoy vivo y aún no he olvidado que -más que ninguna otra cosa- aspiro a ser feliz y esa, en estos tiempos que corren, en los que todo parece un truco de feria, es toda una declaración de intenciones.

PD. Este blog -al que a veces maltrato tanto con mis ausencias- tiene una media de algo más de 5.000 lectores diarios, más que algunos periódicos locales. Si consideran que mi pueblo, Prendes, tiene 111, no les resultará extraño que les diga que me parece algo imposible de entender. 


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