Otoño, recuerdos y máscaras


El otoño (la seronda, en asturiano) es una segunda primavera, amarilla, roja y efímera, en la que las hojas se disfrazan de flores justo antes de morir. En mi cabeza el otoño es, también, el tiempo de la memoria, que no deja de ser otra sofisticada forma de embuste, porque lo que llamamos pasado no es más que una de las muchas historias que nos contamos a nosotros mismos, convenientemente adulterada para que los sucesos de nuestra vida no nos duelan tanto y para no tener que reconocer la evidencia de que, sí, efectivamente, fuimos nosotros los que protagonizamos todos aquellos lamentables episodios que ahora tanto nos avergüenzan.

No conviene ser demasiado crueles con nosotros mismos, porque, por un lado, es casi imposible no dar lástima cuando las cosas salen mal y porque, por otro, cuando nos van bien -como dijo Manuel Vicent- es muy difícil ser feliz sin hacer el ridículo, frase esta que es una de las pocas verdades universales que siempre retengo en mi memoria, más que nada para intentar no dar demasiado la nota en esos raros momentos en los que todo parece venir de cara y el viento sopla con fuerza a favor. 

Les pondré un ejemplo. Anteayer como quien dice, en 2018, Kacey Musgraves publicó un disco (Golden Hour) que la crítica aplaudió como una vibrante y colorista exaltación del poder trasformador de la experiencia de enamorarse y ahora acaba de editar otro (Star-Crossed) de aire más bien melancólico y otoñal justo después de (ay) divorciarse de Ruston Kelly, un señor al que no tengo el gusto de conocer y al que por pereza ni siquiera he googleado, pero que tiene un nombre que me encanta, porque tendrán que convenir conmigo que no es lo mismo llamarse Paco Porras, pongamos, que Ruston Kelly, donde va usted a parar. 

A lo que iba, que me disperso. Que nos pasan cosas y algunas de esas cosas que pasan nos pesan y para poder soportar ese gravoso peso no nos queda más remedio que manipular los recuerdos, publicar discos, apuntarnos (otra vez) al gimnasio y suscribirnos a Tinder, rescatar los patines del desván y correr medias maratones para regocijo de los traumatólogos, ingerir croasanes con alma de chocolate y palmeras de hojaldre y, en fin, hacer lo que sea necesario para tratar de reanudar el hilo de nuestra vida que a ratos se quiebra como si fuera de plastilina, dejándonos atorados, medio lelos y con el alma en un puño.

La segunda razón por la que no conviene fustigarse demasiado es que el peor de los muchos pecados que un hombre puede cometer es no tratar de ser feliz. Ser feliz como sea, mientras esa felicidad no involucre, por supuesto, hacer daño a nadie. Comprar croquetas de boletus, sonreír a desconocidas en el metro, admirar paredes llenas de grafitis y volcanes en erupción, comprar un CD de Blaumut en un mercadillo, recortar al cabronazo de Ruston Kelly de las fotos de familia, ver por la tele la entrega de los premios Principe de Asturias y añorar la tierrina, comprar collares para perrete en Amazon, alegrarse con la improbable esperanza de que, bien mirado, Kacey Musgraves vuelve a estar en el mercado, apurar botellas de vino tinto como si otra ley seca estuviera al caer, escribir aburridos post en Blogger que solo leen voluptuosas e insomnes desconocidas en ropa interior y, en fin, tratar de ser felices sin olvidar que la máscara que adoptamos no es inocua porque si persistimos en ella, si nos empeñamos en dejarnosla puesta todo el rato para resguardamos de los peligros de la vida, esa máscara acaba por convertirse en rostro.

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