¿Qué viene ahora?


He hecho las maletas muchas veces. Detrás de toda esa ropa maltrecha y apilada en un orden manifiestamente mejorable siempre se esconde la sospecha de que en alguna parte, en otro sitio, me espera una vida mejor o quizás no mejor, pero sí distinta y, por tanto, en cierto sentido, preferible en tanto que más nueva.

Todos esos viajes, todas esas idas y venidas, no son ni más ni menos que la vida. La primera vez que, después de nueve horas de autopista, te acercas a una ciudad en la que las únicas estrellas visibles tienen el color rojo y verde de los semáforos. La primera vez que ella pone su mano en tu espalda y de pronto tienes la certeza de que hay algo en esos dedos que te acompañará para siempre. 

Primeras veces y últimas miradas. La belleza y la alegría, los días tristes en los que tratamos de poner a cubierto el alma con las manos, los momentos en los que el sentido de las cosas nos esquiva y se aleja cuesta abajo y las tardes en las que la lluvia repiquetea sobre los aleros del tejado como si no fuera a acabarse nunca; esa sonrisa que te abrasa y te lee por dentro como si fueras transparente, las canciones de Lady Antebellum o de Blaumut que son la banda sonora de tu aparato sentimental, los túneles que te devuelven a casa a través de los Picos de Europa, la insidiosa mordedura de la nostalgia y esos besos que te susurran al oído que no se acabarán nunca.

Caminamos a lo largo del río de la vida, remontando la corriente y es ese camino el que define y da sentido a lo que somos. La identidad de una persona no hunde sus raíces en los imprecisos linderos del lugar en el que nació, ni en la lengua que sin darse cuenta le enseñaron sus padres, sino en la huella que, cruzando el puente o parado al sol, día a día, van dejando sus botas a lo largo del camino. 

Somos esos pasos, esos traspiés y esas caídas. Por eso lo que importa no es ganar o perder, porque a lo largo de los años ganaremos y perderemos mil veces, por mucho que le pese a nuestro estúpido orgullo. Lo que importa de verdad es no malgastar la vida tratando de resbalar sobre ella sin mojarse y sin penetrar en la espesura de la incertidumbre y el miedo, en el fragor de la esperanza y el desengaño, porque ahí, justo ahí dentro, donde las cosas nacen, duelen, hieren y son frágiles, justo ahí, es el único lugar en el que estamos vivos de verdad. 

Somos ese amor, esa luz, esas tardes y, también, esa maleta que ahora me observa desde lo alto de la tabla de planchar como pregúntandome... ¿Y ahora qué, Alfredo? ¿Qué viene ahora? 

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