Aquella chica que nos gustaba tanto



Hay quien piensa que la vida -nuestra vida- es un camino, un proceso, un esquema predefinido y exacto que recorremos metódicamente siguiendo las reglas del mapa del universo. Yo tiendo a pensar que, aunque nos pese reconocerlo, navegamos en un barco que partió un día lejano hacia poniente y que hoy va a la deriva por mares inciertos. Azotados por las tormentas de la vida la paradoja del asunto es que se nos pide que toquemos sin desafinar mientras ponemos todas nuestras fuerzas en aprender a tocar de oido.



El invierno pasado, estando de visita en el pueblo asturiano en el que viví hasta los veintitrés años, acompañé a mi padre al consultorio médico para que le recetaran algo para la bronquitis. Mientras esperaba recostado melancólicamente -me recuesto así cuando me dedico a fisgar a los demás, cosa que, por otra parte, hago en cuanto tengo la menor ocasión- me fijé en una chica sentada a la puerta del consultorio con sus dos hijos.



Al principio ni siquiera la reconocí. Pero, si, era ella. Con dieciseis o diecisiete años habíamos sido casi novios. Algunas cartas de amor, algunos besos inciertos y poco más (llavors no en sabiem més, como diría Serrat). Era -siempre había sido- muy guapa. Recuerdo que tenía un aire lánguido pero sus ojos eran tan magnéticos que daba vértigo acercarse demasiado. Su boca era sencillamente perfecta y cuando sonreía podías oir el chirrido de los goznes del universo. Todo en mi se detenía cuando me miraba. Bueno, no exactamente.



Me sonrió. Y yo -pasada la neblina inicial- sonreí también. Un poco por compromiso y un bastante sorprendido. Seguía siendo muy guapa -hay cierto tipo de belleza que el tiempo no alcanza a borrar- pero no pude dejar de pensar que parecía una sombra de la chica que conocí. Me presentó a sus dos niños. Se había separado el año pasado. El marido era marino mercante. Bebía. Creo que lo conocí en la época del colegio pero no estoy seguro. Ahora, con la separación, todo iba mejor pero era una vida agotadora. Los niños, ya se sabe. Además, tan pequeños. Y el ni siquiera pasa pensión. Aunque la ex-suegra es una buena mujer y echa una mano de vez en cuando cuando ella trabaja.



La invité a tomar un café pero ella no podía y yo, realmente, tampoco. Mi padre había agotado sus cinco minutos de atención sanitaria pública. Así que nos despedimos. Al salir me volví para mirarla justo cuando ella lo hacía. Sonreí de nuevo y sonrió, pero en esa fugaz mirada entrecruzada no había las risas de antes sino hastío y cansancio. Entonces tuve la sensación de que los dos habíamos pasado de forma irreversible una de las páginas del manual del laberinto. Y de que estábamos algo perdidos.



Aquel encuentro casual me devuelve a los caminos melancólicos de la vida que, por diferentes razones, un día elegimos no andar. O que no pudimos andar. A los rumbos inciertos que no trazamos en nuestra brujula y a las infinitas vidas paralelas que nos habitan. Por eso a veces imagino que nos besamos en el diminuto lavabo de un vuelo transoceánico. Ella es azafata de Delta Airlines y ambos nos encontramos de forma casual durante uno de mis viajes de negocios por todo el mundo. En otro de los sueños, más modesto, ella aparece en el Ministerio en que trabajo: es la nueva Coordinadora del Área de Laboratorio. Cada día salimos a tomar café y yo la escucho, absorto en sus labios imponentes, mientras me habla entre risas de absurdos informes de ensayo. En esas vidas todo es todavía posible. Casi todo.



Supongo que dejar constancia escrita de los recuerdos es una extraña forma de reprimirlos pero, a lo mejor o a lo peor, sucede que se que no puedo reprimirlos. O que no quiero hacerlo. Creo que necesito pensar que, de alguna forma, esas vidas paralelas no son del todo imposibles. No lo se. Quien sabe.

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