De colegios y hombres
Fui a un colegio público bastante proletario. Era un bicho raro: sacaba las mejores notas, pero había nacido insolente y ateo. Se ve que no llegué a heredar a dios. Y como tampoco se me apareció para reprochármelo, sencillamente dejé de pensar en el asunto.
Un día, en el colegio, una profesora de piel blanquecina que creía que el sexo era algo pecaminoso que se practicaba en Sodoma, en París y en el infierno, quiso obligarme a escribir en la primera hoja de mi libreta de matemáticas: perdóname, señor, porque he pecado. Todo porque yo había dicho culo -no recuerdo el contexto-. Yo me negué rotundamente, básicamente porque no entendí la relación causa-efecto.
La tutora llamó a mis padres. Cuando volvieron mi padre me miró y se rió. Al fin y al cabo él me conocía mejor que la blanquecina.
En mi colegio tenían la "pedagógica" costumbre de colocarnos por orden: los más listos en la primera fila, los más tontos en la última. Y en cada una, cuanto más listo más a la izquierda. Aunque a mí me parecía que no eran los más listos, si no los que menos meaban fuera del tiesto.
Era curioso lo de las filas. El segundo de la clase era mi mejor amigo. Nos llevábamos bien. El tercero, que también se llamaba Alfredo, se pasó varios años odiándome por algún motivo que nunca llegué a saber y haciéndome sutiles putadas bastante alucinantes -un día contaré dos ejemplos muy buenos-. Una tarde se ve que me debí hartar y le saqué un diente de una hostia. A partir de ese día la relación mejoró ostensiblemente.
El cuarto quería ser el tercero. El quinto quería ser el cuarto. Así sucesivamente. Yo, como a la izquierda lo que tenía era una ventana y nunca he tenido vocación de ventana, me ahorraba todo ese stress y me dedicaba a mis cosas. A fin de cuentas éramos la primera fila, la fila blanca. La élite. No teníamos mucho de lo que preocuparnos.
Al final, estaba la fila negra. Los casos perdidos. Los vándalos. Aterrorizaban a los demás. Casualmente (ejem), los de peor posición económica. Ropa sucia, zapatos rotos.
Y seis filas intermedias. La franja gris. Ahí había de todo. Desde gente absolutamente adorable hasta auténticos cabrones retorcidos. Pero por lo general, mucho gris.
Los grises eran curiosos. Les jodía no estar en la fila blanca y a la vez se alegraban de no estar en la fila negra. Una cosa compensaba la otra, así que ni bien ni mal. La mayoría no tenía nada que decir. Me aburrían soberanamente.
Pero los de la última fila me atraían. Esos sabían algo. Cada vez que había un problema en la franja gris, lo solucionaba la profesora. Los de la fila negra se las apañaban solos.
Eran apasionantes. Hablaban de cosas prohibidas. Yo siempre andaba con ellos. Los miraba con curiosidad, con admiración, no con desprecio. Ellos me aceptaron.
Los magistrales pedagogos del colegio consideraron que aquello me podía afectar aquello de manera negativa y avisaron a mis padres. Yo seguía siendo el mismo y sacando las mismas notas. Aunque, eso sí, empecé a decir más tacos.
El profesor de matemáticas (don Ángel, que me regaló un ejemplar de Yo, robot que aún conservo) se peleaba en las reuniones de profesores con su colegas porque pensaba que a lo mejor el efecto era el contrario. Aquel matemático tenía mas alma que todas las profesoras beatas.
Resultó que los negros no eran tontos. Sólo pobres. Tenían algo especial, algo bueno. Fueron buenos amigos. Leales. Sobre todo Julio, el más temido de todos. Era el líder. A veces nos encontrábamos y hacíamos el camino al cole juntos.
Yo me había salido de mi fila -en sentido moral- y en parte por eso alguno de los condenados también pudo salir de la suya. Julio aprobaba los exámenes. Pasaba de curso.
Aquello me lo pagaron multiplicado por mil. Hicieron por mí todo cuanto estuvo en sus manos. Me defendían, me protegían. Para casi todos los demás niños, había zonas prohibidas. En especial, la plaza de los gitanos. Ahí no se podía ni entrar. Pero yo jugaba en ella. Y me lo pasaba de puta madre. Vivía sin miedo.
Una mañana, con doce años, íbamos Julio, mi madre y yo, de camino al colegio. Era la fiesta de navidad. Teníamos hambre, así que mi madre nos compró una pantera rosa a cada uno en un quiosco.
Hace no mucho, a mi madre la paró un hombre por la calle.
-Yo a usted la conozco, señora.
-Ay, pues me va usted a perdonar, pero yo no caigo… y el caso es que me suena.
-Usted a mi me regaló una pantera rosa.
Se rieron un buen rato. Julio le preguntó por mí. El niño está bien, se ha hecho funcionario, anda viajando por ahí…
Cuando acabó el colegio, yo fui al instituto. Mis guardaespaldas no. En el instituto todo el mundo sonreía y decía venir de la primera fila. Los grises parecían haber desaparecido. Pero yo los veía por todas partes. Había muchas hostias a la salida. Sonrisas y hostias. Pero bueno. Hice un puñado pequeño de amigos grandes.
Luego, la tan ansiada universidad. Allí las hostias no se llevaban, quedaban mal. Se sustituían por puñaladas traperas. Me uní más a mis amigos y me separé más del resto.
Y finalmente, el mundo laboral. La apoteosis del gris, la sonrisa, y la puñalada trapera. Y yo sin guardaespaldas.
Una noche volvía a casa sintiéndome gris. De pronto alguien me llamó por mi nombre y apellidos. Desde un coche me habló una voz que sonaba a recuerdo lejano.
Julio. Me llevó a casa. No andaba mal. Montando persianas sesenta horas por semana. Me preguntó como me iba. Y me recordó que, si alguna vez yo tenia algún problema con alguien, no dudara en decírselo. Que por mí lo que fuera.
Han pasado los años y las cosas no han cambiado mucho a mi alrededor. El mundo es, a grandes rasgos, una mierda. Miro a mi alrededor y veo mucho gris y mucha sonrisa. Sospecho que hay puñaladas escondidas a diestro y siniestro.
En fin. Para todos aquellos de la ultima fila, aquellos que tanto me dieron, un abrazo. Y a los grises del mundo, a los de las puñaladas, a los que escuchan a Federico Jimenez Losantos, a los que siempre están de acuerdo con el líder de su partido político diga las chorradas que diga, a los que un día tuvieron principios y hoy no tienen nada, a los que sólo quieren un coche mejor e irse de putas...
Que os den mucho por el culo.
No se si seguiré leyéndote, me haces recordar cosas de las que ya tenía aparcadas, aunque soy el resultado de ellas.
ResponderEliminarLo que me molesta no es que me lo recuerdes, sino lo bien que lo escribes, puñetero.
Un saludo.
Mejor, un abrazo.
Y gracias.
En mi clase había tres filas. La de los listos, los grises que no sobresalían y los tontos y/o aprendices de vándalos.
ResponderEliminarYo (aunque no lo parezca) estaba con las listas. Nunca tuve predilección o sentí indiferencia por nadie según la fila que ocupaba... quizá porque no fui consciente de ello o al menos lo viví como "lo normal" hasta que pasaron algunos años.
Pero lo cierto es que en la escuela y en la calle, se etiqueta y se margina igual.
De esa época como de todo en la vida, me quedo con lo bueno. Lo demás, una vez digerido, a las alcantarillas.
Besos de una que pasó de la primera a la última fila
Lo mejor de lo que vos escribis es que de alguna forma resuena completamente en mi experiencia. Por esa razón siempre resulta emocionante.
ResponderEliminarNo se ni donde vives ni quien eres pero desde Argentina te digo que si algún día llego a conocerlo en persona me enamoraré alocadamente.
Sí, siempre hay tres filas (como mínimo)
ResponderEliminarQuillo... Anímate y vente "pá" la Feria, jajajaja.
H.(?)
El artículo está bien. El que escribe sabe que está en la fila de los medio, la de los grises, y le gustaría estar de nuevo en la primera. Por otra parte, le siguen atrayendo los de la última y a veces juega a ser uno de ellos, se comporta cómo si lo fuera (o tal vez lo es más de lo que cree).
ResponderEliminarMás tarde o más temprano vas a estar en la primera fila y vas a poder mirar a los del medio como mirabas a tus compañeros en el colegio, esto te dará mayores opciones a relacionarte con los de la última fila y a utilizarlos en tu provecho.
No tienes que tener miedo de puñaladas, tal vez de darlas, sabes guardarte las espaldas muy bien o buscar quien te las guarde. También sabes sonreír y lo haces incluso cuando en el fondo no lo harías.
El mundo no es tan malo para ti, tienes suerte.
Impresionante e impresionado. Magnífico relato que me ha erizado la piel y me ha movido cosas por dentro. Yo también estaba moralmente en la primera fila pero procuraba sentarme en la última (a nosotros nos dejaban). Me juntaba con los malos y seguía sacando las mejores notas, lo que provocaba la envidia de los segundos que no me alcanzaban y cierta admiración por parte de los "malos" que me veían como un empollón malote. Les ayudé a realizar los deberes, a estudiar. Ellos también me protegían. Luego fueron quedando en el camino y los perdí de vista. Con el tiempo he conocido a tanto cabrón que me convence realmente de que los "malos" eran buenas personas. Y los peores, los grises, los de sonrisa fácil mientras tantean tu espalda para clavarte el puñal, los envidiosos, los vanidosos de nunca menos de 200 caballos en tu automóvil, los falsos fariseos, los demagogos, los fantasmas que presumen de lo que no tienen, los que pretenden y nunca llegan, los que viven una vida que no es la que les corresponde, ...... Enhorabuena, es un auténtico placer para mí leer este tipo de entradas. Gracias.
ResponderEliminarEstupendo texto que me ha hecho recordar los tiempos de colegio.
ResponderEliminarUn abrazo desde Zgz, sr. funcionario. Ya que hace tanto que no nos vemos, te leo a menudo.
Un abrazo Jesus!
ResponderEliminarSiempre me ha encantado como escribes. Siempre.
ResponderEliminar...y a mi desde que te conozco
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