Cien años no son nada
Transcribo un párrafo del interesante libro “El poder de la influencia: geografía del caciquismo en España (1875-1923)” (dir. José Varela Ortega; Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001): “La sociedad de la Restauración se acostumbró al mundo clientelar: la solicitud de un puesto de trabajo, la rebaja de una multa, la anulación de un traslado de destino, la petición de un pequeño aumento de sueldo, la publicación de un libro y toda la larga casuística de reclamaciones e intereses que se pueda imaginar buscaron el favor privado gestionado por un notable como vía de presentación”.
Cien años después las cosas no han cambiado tanto como debieran. A diario nos desayunamos con escándalos de corrupción municipal. Lo cierto es que esa “gran corrupción” se asienta, a su vez, sobre la “pequeña corrupción” cotidiana aceptada por casi todos. Desde la condonación graciosa de la multa al que es vecino (y votante), hasta la adjudicación de un contrato público al amigo de turno, el otorgamiento de una licencia urbanística de obra mayor en un paraje natural o de una plaza de interino a la hija del amigo. Cuestión de proximidad al dirigente local, quien a su vez teje y desteje redes clientelares con los dirigentes autonómicos y estatales.
Una red, tupida y oscura que también a diario trata de ahogar y amenazar a quien aspira a introducir elementos de control y racionalidad en aquel proceder.
No es casual, en todo este proceso, el desplazamiento progresivo de la figura del secretario-interventor, como instrumento de control interno, en un proceso que recuerda lo que ya disponía la Ley Municipal de 1870, en su artículo 117: “Los Ayuntamientos pueden suspender o destituir libremente a los Secretarios”.
Asistimos hoy a un retorno a aquel sistema decimonónico y clientelar, que intenta vender con soflamas de descentralización y nueva gestión lo que no es sino la inveterada tentación de ejercer el poder sin control alguno.
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