Plusvalías y perros que se ataban con longanizas





Me interroga un amigo sobre mi opinión acerca de la teoría de la plusvalía de Marx. Ahí va.

Comenzaré resumiendo el argumento: para Marx, el empresario vampiriza al proletariado, ya que su riqueza sólo puede provenir del excedente que sustrae al trabajador (la famosa plusvalía). Siendo así, a mayor evolución tecnológica, menor es el tiempo que el trabajador dedica a pagar su propio salario y mayor el que pasa enriqueciendo a su patrón, con lo que la desigualdad social tiende a aumentar.

Sobre esa base Marx auguró el colapso del capitalismo: creciente concentración de la riqueza -la sempiterna cantinela de pobres más pobres y ricos más ricos, argumento falaz al que dedicaré la próxima entrada-, tasa de beneficio decreciente conforme aumenta la acumulación de capital y sucesivas crisis que desembocan en la dictadura del proletariado cuando los desposeídos, cada vez mayores en número, culminen su revolución libertaria.

La teoría parte de un error: el valor de un bien no está determinado por su coste de producción (ay!!!) sino por las leyes de la oferta y la demanda y, por tanto, por múltiples factores extrínsecos al coste.

Una cosa puede ser laboriosísima de producir y tener un valor de mercado negligible. O barata y muy valiosa. El valor brota de las apreciaciones subjetivas de los consumidores, derivadas de múltiples factores ajenos al coste. Si no fuera así, ¿Cómo explica Marx que un piso de 120 metros cuadrados, construido por los mismos obreros con los mismos materiales, en la calle Serrano de Madrid valga unas cuantas veces más que el mismo piso construido apenas a 50 kilómetros de Madrid? (NOTA. Si alguien alega que la diferencia se debe a la diferencia de valor del suelo no hace sino refutar de nuevo el argumento de Marx, porque el valor del suelo no depende del trabajo de nadie y, por tanto, no constituye ninguna plusvalía).

Marx no era tonto. Reconoce este problema y promete solventarlo en el último volumen de su obra, que editará Engels tras su muerte. Allí, reconoce expresamente que en la vida real las mercancías no se cambian de acuerdo con sus valores y que las mercancías equiparadas por medio del intercambio contienen real y normalmente cantidades desiguales de trabajo. Como retractación no está del todo mal.

¿Y cómo justifica Marx tal contradicción? Por elevación: es cierto que las distintas mercancías se cambian unas veces por más de su valor y otras veces por menos, pero estas divergencias se compensan mutuamente, de tal modo que, tomadas todas las mercancías cambiadas en su conjunto, la suma de los precios pagados es siempre igual a la suma de sus valores. 

Dicho de otra forma: lo que es falso en particular, a nivel agregado, resulta, por arte de birli-birloque, cierto. Curioso argumento. 

En realidad, a Marx, como al común de mis compatriotas, les duele reconocer que el capitalismo ha triunfado sobre el comunismo y, que, además, no lo ha hecho por ningún tipo de primacía intelectual ni por su inexistente superioridad moral, sino porque ofrece respuestas que se adaptan como un guante a la naturaleza ferozmente egoísta del ser humano. 


Es un argumento doloroso, que dice poco bueno de nosotros y que, quizás por eso mismo, tendemos a rechazar en favor de otras hipótesis que nos devuelven un autorretrato más gratificante.

Creo que el error de Marx no fue tanto conceptual como psicológico: no conocía a fondo los móviles profundos de la conducta humana. Steve Jobs o Bill Gates, por citar dos ejemplos, lo tienen mucho más claro. La gente quiere cosas que le aporten valor (un IPAD 2 por ejemplo) y le importa muy poco o nada todo lo demás (desigualdades y plusvalías incluidas). 


Cuando un país se especializa en producir activos de alto valor añadido todo va viento en popa:  el trabajo es valioso porque los productos que genera ese trabajo lo son (no a la inversa, como sostenía Marx) y nadie se cuestiona la necesidad de reducir horas de trabajo (resultaría bastante extraño pedirle que trabaje menos a gente cuyo trabajo tiene alto valor añadido) ni de moderar los salarios. 


El problema es que España se ha especializado en todo los contrario: construcción, servicios de bajo valor añadido (comercio y distribución minorista) y turismo. Sectores en los que, con honrosas excepciones, el trabajador es un cero a la izquierda porque su trabajo aporta poco valor (pues aquello que produce no lo tiene). En ese contexto, al menor atisbo de crisis, los empresarios despiden gente a mansalva para reducir costes (los productos de bajo valor añadido tienen márgenes de beneficio reducidos y acostumbran a ser los primeros en resentirse por la crisis).

Es cierto que el español medio ha dejado de renovar su coche. Pero lo hace porque nadie le presta dinero para uno nuevo y porque, además, su situación económica ha empeorado y eso hace que, o bien no pueda comprarlo (está en el paro), o pudiendo, se ha haya hecho más averso al riesgo (como dice el clásico refrán, en tiempo de crisis, no hacer mudanza, incluida la de automóvil).


Con todo no hay que engañarse: pese a todos los problemas, nadie corre a tomar la Bastilla. No lo hacen, desde luego, quienes poseen activos valiosos (conocimiento, posición social, protagonismo televisivo, aptitudes deportivas), que tienden a acumular capital y a constituirse en una casta, en la medida en que el dinero abre las puertas de los círculos de poder (como bien sabe el Bigotes) y éstos facilitan, a su vez, la acumulación de capital (como bien saben Fabra o Urdangarín), en un proceso de infatigable retroalimentación.

Tampoco se lanza a las barricadas la famosa “clase media”. Su única obsesión consiste en defender con uñas y dientes de las inclemencias de la crisis su, por otra parte tan árduamente ganada, porción del pastel. Y en resistir, que no es poco, el acoso de los sucesivos gobiernos, que hacen recaer sobre ella el peso de todos los sacrificios -es sabido que el sistema impositivo sólo grava a las clases medias-.

Y, desde luego, tampoco lo hacen esos millones de parados que permanecen en el filo del sistema. Esos mismos que, en épocas de bonanza (aquellos años de aeropuertos sembrados en baldío y subvenciones cocaleras) se incorporaron a esa reluciente y casi universal clase media, en la que la niña no se casaba si no tenía el piso amueblado y coche nuevo (esa época tan próxima y, sin embargo, tan lejana, en la que el ladrillo lo aguantaba todo y los perros se ataban con longaniza).

Al final, la economía de mercado es un sistema que, con todos sus peros -que son muchos- y sus crisis, resulta infinitamente mejor que cualquier otra alternativa conocida (para los no convencidos resultará ilustrativo un paseo por las dos Coreas).


Y contra esa realidad no hay plusvalías que valgan, porque lo que el ciudadano quiere no es derrocar a Belen Esteban e instaurar una república igualitaria, sino ganar tanto dinero como ella, aunque sea desenterrando el cadáver de la abuela para rapiñarle los  bolsillos.


PD. Todo el argumento se resume en un conocido chiste que enfatiza la naturaleza económica (léase egoista) de nuestra conducta: dos exploradores van por la selva y, de pronto, un tigre comienza a perseguirles. Uno de ellos sale corriendo y el otro, al verle, le dice.... pero... ¿De verdad crees que puedes correr más que el tigre?. Desde lejos, el otro, a gritos, responde: no... en realidad no... pero creo que puedo correr más que tú. 

No se si Marx sabía algo de tigres, pero me parece que sabía poco de hombres.

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