Rojo y plata




Sucedió en una ocasíon en la que yo me dirigía a Madrid en Talgo -ese talgo rojo y plateado de la foto-. Lo que no recuerdo es a qué iba exactamente. Es probable que acudiera al examen de alguna oposición, pero la verdad es que no lo recuerdo y no tengo ganas de inventármelo en este momento.

El caso es que en Barcelona, dos filas más adelante pero en sentido opuesto, frente a mí, se instaló un orondo caballero de unos sesenta años con ademán de señorito proboscidio y toneladas de mal humor. Subió al tren acompañado por un par de asistentes filipinos a los que se dirigía con modales de tratante de ganado y que luego se bajaron del vagón, bastante atribulados, justo antes de que el tren se pusiera en marcha.

En estos tiempos del glorioso AVE quizás haya gente que no recuerde como era aquel Talgo. Pese a que la marca Talgo ha sido siempre sinónimo de velocidad y prestigio (la gente no decía he ido en tren, sino he ido en Talgo), la velocidad no era precisamente su punto fuerte.

La infraestructura -la vía y la señalización- no debían ser nada del otro mundo, así que el viaje a Madrid duraba algo menos de siete horas que, con frecuencia, eran alguna más. Los ratos en los que el Talgo iba realmente rápido se alternaban con otros de una morosidad lastimosa y, lo peor de todo, con extrañas paradas no programadas y de duración incierta justo en medio de ninguna parte, para que todos pudiésemos contemplar con deleite y tranquilidad los rebaños de ovejas que, en la distancia, triscaban sobre las repeladas laderas de los campos de Castilla. 

Además de esas paradas imprevistas el Talgo se detenía en unos cuantos lugares que sólo podrían calificarse como importantes bajo los efectos del alcohol, de un optimismo desmesurado o de un arrebato de ese irrefrenable localismo tan propio de los españoles, que tienden a considerar de justicia que su pueblo, por muy infinitesimal que sea y por más que esté situado donde Cristo dio las tres voces, tenga un acceso directo a la A7, a la M40 y a la carretera de Valencia (y si Fabra media en el asunto, además, cuente con aeropuerto propio).

Llevaríamos tres o cuatro horas de viaje cuando el caballero del que ya me he referido, que respiraba, por cierto, como si estuviera ascendiendo la cara sur del Everest sin oxígeno, se dirigió a una chica de doce o trece años que viajaba sola (sus padres habían ido a despedirla en Barcelona y se dirigía a pasar unos días con sus abuelos en Madrid) y se sentaba justo enfrente para pedirle, así, sin venir a cuento, que en la próxima parada se bajara y, utilizando el dinero que el mismo le ofrecía en ese momento con su mano extendida, fuera a comprarle el ABC a un quiosco.

La chica dudó un segundo -más desconcertada que otra cosa-. Pero al escuchar la conversación varios pasajeros le explicaron que por nada del mundo debía bajarse del tren ya que, siendo las paradas tan breves, no hacía falta ser un lince para saber que corría el riesgo de perderlo con el consiguiente lío/susto. Además, como era menester, afearon la conducta del individuo que había hecho la delirante proposición. Proposición que, para ser exactos, fue una orden en toda regla, ejecutada con con cordial displicencia de aquellos que están acostumbrado a mandar y, además, a que se les obedezca sin rechistar. 

La cosa no fue a más y no tuvo mayor importancia. Cuando todo pasó me quedé un buen rato observando la cara de aquel extravagante magnate. Era todo un poema. Estaba indignado y rezongaba entre dientes. Por lo que pude entender consideraba inaceptable verse privado de su sacrosanto derecho a leer el ABC. Y consideraba todavía más inaceptable semejante forma de desacato colectivo que sólo era explicable, a su juicio, porque Franco se había muerto hace ya unos años y, en su ausencia, ya no había orden ni concierto en el mundo.

 Aunque él no lo supiera en aquel momento, no volvería a haberlo. Afortunadamente.


PD. El Talgo en el que yo viajaba de Barcelona a Asturias y viceversa en un tiempo record (ejem.) de catorce horas realizaba hasta hace poco paradas igual de surrealistas en poblaciones tan cardinales y sustantivas como Tardienta, que, por lo demás, a mí me sonaba vagamente de los paquetes de harina. Todavía hoy ese tren hace paradas, además de en Barcelona, en Camp de Tarragona, Lleida, Zaragoza, Tudela de Navarra, Castejón, Calahorra, Logroño, Miranda de Ebros, Burgos, Palencia, Sahagún, León, Oviedo y Gijón. 



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