Manual para enamorados
Esto de enamorarse es un poco
lioso.
Y no me refiero a los pequeños
inconvenientes logísticos: maridos que se convierten en ex-maridos y que
intentan atropellarte con la furgoneta, hijos ajenos que por obra y arte de tu nueva relación de pareja se convierten en adorables
criaturas bajo tu supervisión a las que te gustaría envenenar con cianuro si supieras dónde se puede adquirir ese entrañable producto, cuñadas insoportables que te contemplan con una mezcla de reproche y desprecio con las que te encantaría usar el cianuro
sobrante, mudanzas que provocan distensiones musculares y recibos impagados del
impuesto municipal de circulación de vehículos a motor que llegan con recargo
por falta de pago en periodo voluntario.
Hablo más bien de las dudas.
Ella me gusta... sin duda... pero
yo le gusto a ella? Eso es un gesto o es un tic epiléptico? Y si es un gesto,
qué caray quiere decir? Estaré malinterpretando sus señales? Me estaré
volviendo (más) loco?
Todo un poco a lo Woody Allen, ya
sabéis, en medio de un ataque febril e incontenible de inseguridad, acompañado
de sudores nocturnos, episodios de hiperventilación alternados con otros de
disnea y otros síntomas menores pero bastante molestos como la pérdida de
cabello, la diarrea intermitente o el temblor mandibular.
Luego está el turbio asunto de
declararse. O sea, de exponerse al ridículo y al rechazo del objeto de nuestro
(incipiente) amor. A que ella te diga que no, qué de qué vas, que lo siento
pero te has equivocado conmigo, y a que tú, a todo esto, te quedes paralizado por el espanto y no seas capaz de decir
ni mu. Miedo a meter la pata, a cagarla, a comportarte como un idiota o, peor, a que ella se de cuenta de que lo eres realmente. Un miedo que arrecia en oleadas como un frente tormentoso.
En esos casos el timing es
importante. Conviene romper el hielo.
Preguntarle, por ejemplo, si le
gustan las panteras rosas. Ya saben, esas cuya suave corteza rosacea (sospecho que de ahí viene el nombre)
se quiebra con el primer mordisco dejándote sabrosos pedacitos de grasas hidrogenadas en las comisuras de los labios.
Mi madre decía que con ese color
tenían que ser veneno puro. Pero me he comido muchas, así que mi madre se
equivocaba. O eso, o que soy inmune.
Y si te dice que si que le
gustan, enfatizar que a ti también. Y preguntarle, ya puestos, si también le gusta el
chocolate blanco Milkibar. No el chocolate blanco en general: el milkibar, que sabe distinto. Mejor.
Si hay coincidencia en ese
terreno ya está la mitad del camino hecho, porque a ninguna mujer en su sano
juicio le gustan esas dos cosas, así que, si te ha dicho que sí, es que,
simple y llanamente, ha empezado a mentirte porque le interesas y quiere empatizar contigo, aún a costa de pasar por una ferviente partidaria de la dieta hipocalórica y prediabética.
Y eso, no nos engañemos, es una
noticia estupenda.
En cambio, si te dice que no,
puede ser que simplemente no le gusten esas porquerías, así que tampoco hay que desesperarse
(todavía). En cambio, si pone cara de asco y dice que
acaba de recordar que tiene prisa porque tiene que ir a dar vuelta al
colchón de su madre, sí que es una mala señal. Una señal fatal, para que nos vamos a engañar.
Si ella todavía no ha salido corriendo es el momento de pasar a los
asuntos culturales. En este terreno es tan importante no pasarse como procurar no
quedarse corto. Así, es importante evitar, por ejemplo, palabras como epistemología, biunnívoco
o retrovirus que sólo indican un exceso de lectura y un alarmante déficit de vida social.
También resulta conveniente llevarla a algún sitio
bonito, expresión ambigua pero que excluye, sin ningún género de dudas, lugares tales como las iglesias
evangélicas, la cafetería donde trabaja de camarera tu ex-novia, los economatos y los LIDL, los reformatorios y
los centros de inspección de la ITV.
Lo más jodido de todo es que, no nos engañemos, al final,
da igual lo que hagas: si a ella le gustas sucederá (y viceversa).
Y si no es así te quedarás en casa con toda tu epistemología y tu coche negro recién lavado aparcado a la puerta, mientras abres una cerveza y te dispones a engullir frente a la tele un paquete de dos panteras rosas que acabas de comprarte en la gasolinera junto con unas cuantas revistas porno por si acaso se pierde la conexión a Internet.
Y si no es así te quedarás en casa con toda tu epistemología y tu coche negro recién lavado aparcado a la puerta, mientras abres una cerveza y te dispones a engullir frente a la tele un paquete de dos panteras rosas que acabas de comprarte en la gasolinera junto con unas cuantas revistas porno por si acaso se pierde la conexión a Internet.
Al día siguiente descubrirás que
el trozo de la segunda pantera rosa que no llegaste a comerte ha empezado a secarse y que, en realidad, no sabe tan
bien como te parecía hace un par de días, cuando estabas enamorado. O, para ser exactos, cuando
todavía creías que ella también lo estaba.
Pero te la comerás igual y seguirá
saliendo el sol.
Salvo que sea un día nublado o le
de por llover.
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