Una pequeña revelación antes de irme



Esta noche, de pronto, me dí cuenta de lo que sucedía.

Esa súbita revelación nace de dos detalles:

a) Ayer, el comité olímpico español (el famoso COE) designó, tras la renuncia de Nadal, a Pau Gasol como abanderado en los juegos olímpicos de Londres. No tengo nada en contra de Gasol -bien al contrario-, pero el problema es que la norma, establecida por el propio COE, dice que ha de serlo el deportista español que cuente con más medallas olímpicas en su haber y Pau no lo es. El presidente del COE, Alejandro Blanco, intentaba justificar su elección esta noche en la radio: aunque la norma diga otra cosa, Gasol es el deportista con más trascendencia pública y por eso fue el elegido.

b) Hace años, al inicio de la transición, se decidió que Andalucía tenía que acceder a la autonomía por la vía rápida, como las comunidades "históricas". Para conseguirlo se empleó la ruta del art. 151 de la Constitución, pero, por esas cosas que ocurren a veces, como en Almería no se alcanzó la mayoría absoluta necesaria, hubo que solventar el escollo urdiendo una sonrojante chapuza legal (fueron las Cortes Generales las que suplieron la iniciativa almeriense). El otro día escuché como lo relataba el propio Gregorio Peces-Barba: cuando Felipe González le preguntó su opinión al respecto, él le respondió que aquello no había por donde cogerlo. Entonces, Felipe, muy alterado y muy al estilo socialista, le dijo que era un juridicista y que siempre estaba poniéndole pegas a todo.

Ninguna de las dos historias tiene, considerada aisladamente, demasiada importancia. Sin embargo, son relevantes porque versan sobre el mismo objeto: nuestra tendencia a pasarnos las leyes por el arco de triunfo en cuanto suponen un obstáculo para nuestros deseos o intereses. Para nuestra desgracia, además, quienes más propensos son a hacerlo son precisamente aquellos que más habrían de evitarlo -los responsables de los asuntos públicos-.

No es la crisis del ladrillo. Ni la crisis financiera que vino después. Tampoco la deuda pública. Ni el ascenso de la prima de riesgo que ahora nos asfixia. Todo eso y muchas otras cosas son, apenas, síntomas de una única enfermedad: nuestro desapego por el principio de legalidad.


Somos, no nos engañemos, un país de mentirosos, truhanes y pillos gobernados por otros gañanes aún mayores que, en la mejor tradición caciquil, a la que tienen oportunidad se comportan como auténticos asaltadores de caminos que, además de deslizarse por los márgenes de la ley, están orgullosos de ello porque, como es bien sabido, las normas son para los demás, para los tontos, para los que no tienen contactos ni parientes de alto voltaje.


Como dice un antiguo refrán español: "Al amigo todo, al enemigo ni agua, al indiferente, la legislación vigente".

PD1. La pregunta que tuvieron que responder los ciudadanos andaluces fue redactada, al parecer, por el abogado del estado-jefe del infierno de Dante. Era, abróchense los cinturones, la siguiente:
¿Da usted su acuerdo a la ratificación de la iniciativa prevista en el artículo ciento cincuenta y uno de la Constitución a efectos de la tramitación por el procedimiento establecido en dicho artículo?
Si hubiera habido tres respuestas posibles:
a) Si
b) No
c) Lo cualo?
... creo que la tercera habría obtenido mayoría absoluta.

PD2. ¿Hay solución? La hay y no es compleja, aunque requerirá algún tiempo: es preciso estimular una cultura social y política diferente, basada en el rigor, la ética personal, la fidelidad a la palabra dada y la profesionalidad. Ejemplos de eso hay. Sin ir más lejos, por citar sólo dos que conozco bien, si en este país hubiera dos mil responsables públicos como Pilar Duch, la Secretaria General de la Delegación de Economía y Hacienda en Lleida o como mi buen amigo Francesc-Xavier Nou, del ayuntamiento de Vielha, ahora mismo España estaría prestando dinero a Alemania y yo todavía tendría dos pagas extras.

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