Casa Irene, Nistal de la Vega




Por aquel entonces yo debía tener unos catorce años y ella tenía unos ojos que me gustaban horrores. Aunque no me lo dijo, como yo siempre veraneaba allí, en la casa de Irene en Nistal de la Vega, sabía que ese era su primer año en el pueblo y rezaba para que no fuera el último.

Era cuatro o cinco años mayor que yo, pero a ella no le importaba y por mi parte nunca he sido partidario de llevar la contraria a nadie si encuentro una forma civilizada de evitarlo, así que, de camino al río, nos cogíamos de la mano y nos quedábamos allí toda la tarde dándonos besos entre los chopos, para desesperación de mi abuela materna que, no sé exactamente cómo, se convencía a sí misma, día tras día, de que si tardaba tenía que ser forzosamente porque alguien me había secuestrado y de que ese alguien, a esas alturas, ya debía estar redactando una carta pidiendo rescate.

Pero nadie secuestra a nadie en Nistal y menos al humilde hijo de un matarife municipal de Gijón, así que si yo tardaba era porque nos tirábamos horas y horas absortos en nuestras tonterías o porque, de vez en cuando, cogíamos el camino de Astorga y nos íbamos a ver como el sol iba resbalando muralla abajo al caer la tarde.

Me contó que era del Ferrol del Caudillo, que su padre era marino mercante y que antes había sido oficial de la armada y que hasta tenía una condecoración por los servicios prestados que le había impuesto el propio Franco en persona; aunque ella no decía Franco, decía el Generalísimo, porque era de familia algo más que un poco tirando algo a facha y ya se sabe que esas cosas se contagian más de lo que sería de desear.

Se llamaba Marta. Y bastaba con que Marta me mirara un instante para que yo escuchara con toda claridad el sordo jadeo de los barcos que se hundían, tiritando de frío y miedo, en las hondas marejadas del atlántico, quién sabe si fatalmente atraídos por el erizado verde ortiga de aquellos ojos imposibles. 

Pero hasta los marineros menos experimentados saben que hay islas que hasta el mar evita y botes que al abandonar la línea de la costa son empujados muy lejos. 

Supongo que por eso no volví a verla hasta unos cuantos años después. 

Sin embargo sus ojos ya no volverían a hipnotizarme. Para cuando regresó usaba unas gafas de sol con patillas de piel de serpiente y, además, se había echado un novio natural de Hospital de Órbigo que tenía una perilla muy graciosa que me recordaba a Calderón de la Barca, fumaba en pipa y, al parecer, estudiaba medicina en Salamanca.

PD. Cada verano suelo regresar una tarde a Nistal aprovechando la excusa de cualquier visita a Astorga. En esas ocasiones recorro el pueblo en coche, arriba y abajo, intentando encontrar la casa en la que me quedaba de niño hasta que Irene, nuestra casera, ya de muy mayor se casó con un señor aún más mayor y bastante enfermo. Naturalmente podría preguntarle a alguien, pero entre que no suele haber mucha gente por la calle y que, además, no sabría muy bien qué preguntar -porqué han pasado ya casi treinta años, porqué la melancolía siempre resulta un poco ridícula y porqué, al fin y al cabo, soy un hombre y a los hombres nos da mucha vergüenza eso de andar preguntando direcciones-el caso es que siempre acabo vagando por las calles al debalu, que dirían en mi tierra o, lo que es lo mismo, sin saber muy bien qué es lo que estoy haciendo en realidad.

Comentarios