Pantalones nuevos y vicios que ya van siendo viejos




En este país cada día que pasa resulta más evidente que incumplir las leyes sale a cuenta.

Hablamos, claro, de incumplir la ley al por mayor, defraudando a Hacienda con descaro y buenos asesores fiscales o desplegando una mansión con piscina en pleno dominio público marítimo (o sea, al borde de la playa). En esa coyuntura, en vez de hacer lo que resultaría lógico hacer en una sociedad medio civilizada, el gobierno, nuestro gobierno, igual se saca de la manga un plan para convalidar el fraude fiscal que una ley de costas que legaliza de un solo tajo miles de groseros atentados contra el derecho urbanístico. 

Y todo porque el gobierno del PP, como no se cansan de repetir sus múltiples voceros, es partidario del más estricto cumplimiento de la ley: de la ley del embudo, por supuesto.

Así lo reconoció ayer mismo, supongo que por descuido, el  presidente del Consejo General de la Ciudadanía en el Exterior –órgano consultivo adscrito al Ministerio de Empleo--, Castelao Bragaño. El tal Castelao, nombrado a propuesta de la mismísima Fátima Báñez, al comprobar que faltaba un voto para poder formalizar un documento proclamó, ni corto ni perezoso, lo siguiente: “No pasa nada. ¿Hay nueve votos? Poned diez… Las leyes son como las mujeres, están para violarlas”.

Por si a alguien se le escapa no estamos hablando de un suceso de la última era glacial ni de los lejanos tiempos del Concilio de Trento, sino de un señor que fue nombrado el lunes pasado, de un correligionario, como no podía ser de otra manera, del ínclito Rafael Hernando, a la sazón portavoz del PP en el Congreso. El mismo que, no conforme con llamar "pijo ácrata" a un juez que dictó una sentencia que ha disgustado sobremanera al PP, pretende ahora obsequiarnos con una explicación entre pueril y ridícula: “Yo lo que he dicho es que con ese auto da la impresión de que esa persona ha actuado como si lo fuera [un pijo ácrata], no he dicho que lo sea. Por lo tanto, si a mi Hernando me parece un imbécil y así lo declaro pública y solemnemente y a consecuencia de ello él me demanda yo podré alegar que no es que lo sea, sino que por su conducta da toda la impresión de serlo. Algo es algo. 

Esta devoción por pasarse las leyes por el forro de las entretelas contrasta bastante con lo que ocurre cuando este mismo Gobierno se enfrenta a otros asuntos, como el hurto sindical de supermercados o esas manifestaciones en los alrededores del Congreso que revelan el grado de hastío e indignación de la gente con una clase política que, como bien dijo hace poco el propio juez Pedraz -con una sinceridad que resulta extraordinaria por infrecuente- muestra una convenida decadencia moral. 

En esos casos la autoridad gobernativa se pone en marcha a todo vapor para enchironar a los desafectos, llevándose por delante, si es preciso, el derecho de manifestación o lo que haga falta (el PP nunca ha sido mucho de reparar en medios ni de respetar los derechos del prójimo, así que en eso hay que convenir que se atiene a su más acrisolada tradición política).  

Todo esto ocurre porque el principal atributo de la política contemporánea es la hipocresía de unos políticos que han llegado a la conclusión (confirmada por su experiencia electoral) de que pueden salir en la televisión y decir cualquier chorrada o mentir de forma flagrante y quedarse como si tal cosa, intuyendo quizás que, como decía Mark Twain una mentira da la vuelta al mundo antes de que la verdad se calce sus botas.

Esa hipocresía, combinada con el fanatismo de las huestes de fieles votantes de cada partido, se convierte en un material explosivo de alta volatilidad cuyos resultados electorales resultan impredecibles. Por eso en Valencia sigue gobernando -contra todo pronóstico ético- el PP, a pesar de que una buena mesnada de sus más elevados dirigentes y de sus más distinguidos diputados autonómicos anda día sí y día también de paseo por los juzgados por diversos delitos que consisten, en esencia, en coger el dinero público, metérselo en el refajo y ponerse a silbar mientras uno intenta por todos los medios no descojonarse en la cara del votante.

Algún mequetrefe alegará, como siempre ocurre en esta tesitura, que lo mismo -pero a la inversa- ocurre en Andalucía. El argumento, además de lamentable por lo que tiene de autodiagnóstico moral, es falaz hasta el agotamiento: en Andalucía ha ganado las elecciones el PP y sólo un pacto con IU ha permitido que el PSOE gobierne, pese al fuerte y muy merecido castigo electoral que ha experimentado esta desnortada y meliflua fuerza política. 

PD. Lo de la "convenida decadencia de la clase política" es, sin duda, la frase del año. No se puede decir más ni mejor con mayor economía de medios. Me recuerda a un chiste que me contó una amiga brasileña hace unos años. Un político grita en un mitín, señalando sus propios pantalones, que en esos bolsillos jamás entró dinero público. Al oirlo un asistente le pregunta a otro si efectivamente se trata de un hombre honrado y el otro le responde sonriendo: no, que va, es que hoy estrena pantalones.

 

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