La vida




Cuando uno tiene fiebre se da cuenta de que esto de hacerse mayor consta de dos fases:

a) Empezar a estar mal, y,

b) Ser consciente de que todo irá empeorando.

Por lo demás hay que intentar tomarse las cosas con humor, más que nada porqué no queda otra y porqué, al paso que vamos, reírse va a ser la única cosa gratuita y no sujeta a tasas ni contribuciones urbanas (tampoco es cosa de dar ideas).

Esta tarde, yendo otra vez al médico -de un tiempo para acá ir al médico se ha convertido en mi pasatiempo favorito- escuché como un hombre le decía a otro:

"Te voy a meter una patada en los cojones que te voy a arrancar la cabeza, no sé si me explico".

La primera parte de la frase es una amenaza de lo más común, proferida, eso sí, por alguien con escasos conocimientos de anatomía fisiológica, pero la segunda parte -ese "no sé si me explico”- convierte a todo el conjunto en literatura de primera categoría.

Esas pequeñas cosas son las que le dan sentido a la vida. A la mía, quiero decir.

Como la fiebre me atosiga no puedo escribir mucho, pero no me resisto a relatar una anécdota que resume todo lo que he aprendido (que no es mucho). La reproduzco ahora por si la fiebre me acaba consumiendo y no me da tiempo a contarla otro día, cosa que, después de seis días seguidos sin bajar de 38, ya no me parece tan descartable como al principio.

Berlanga se fue con la División Azul a Rusia y una noche le tocó hacer guardia en medio de la estepa. Allí en medio de la nada, repleto de serena heroicidad, permaneció con los ojos muy abiertos mirando hacia el horizonte con el fusil en alto por si acaso detectaba algún signo de la amenaza roja. “Era tal la oscuridad que más que a los rusos tenía miedo a Drácula", contó después. 

Cuando empezó a amanecer en aquel páramo nevado se dio cuenta que había pasado la noche contemplando la pared de un muro que tenía sólo a unos metros.

Eso es la vida. 

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