Vértigo urbano






Siempre he sentido debilidad por los Pet Shop Boys. Supongo que sus canciones me recuerdan a Londres y no hay ningún lugar en el mundo que me parezca, ni de lejos, tan deslumbrante como la muy fané y descangallada ciudad de Londres.

Un de mis canciones favoritas es West End Girls. Las West End Girls son, para que nos entendamos, las pijas de Londres, las chicas de clase alta que viven en el entorno de la abadía y del palacio de Westminster, un espacio urbano que ya desde antes del siglo XIX era la zona bien de la ciudad. Esas mismas chicas que salen cualquier noche a desafiar los tres grados bajo cero de temperatura ambiente y el noventa y ocho por ciento de humedad relativa con unos tacones de quince centímetros; esas cuyas aptitudes sexuales te ayudan a entender qué género de fuerza interior hizo que el imperio británico fuera capaz de barrer a sus enemigos en todas las esquinas de los mapas.

En cambio los Eastenders son los chicos de barrios obreros -humildes- del este de Londres. Además Eastenders es el nombre de una telenovela británica que la BBC lleva emitiendo de forma ininterrumpida desde 1985. La serie, que narra los problemas e historias cotidianas de los habitantes de un barrio ficticio situado en el este de la ciudad, se ha convertido en estos casi treinta años en todo un fenómeno social en el Reino Unido. Yo la veía allí y luego, años después, ya en Barcelona, la reencontré en TV3 (aquí se llamó Gent del Barri), y no deja de ser curioso que con su ayuda yo aprendiera dos idiomas: el inglés y el catalán.

Eastenders es, además, el molde del que salió otro producto televisivo al que ningún catalán es ajeno salvo que lleve un cuarto de siglo en coma: Poblenou. Según parece el éxito de Gent del Barri hizo pensar a los productores y guionistas que el público ya estaba preparado para una serie autóctona de una temática similar. Y efectivamente lo estaba, como la audiencia y el supermercado de los Aiguadé se encargarían enseguida de demostrar.

Un rasgo común de Eastenders y Poblenou es que ambas abordaron de forma abierta, en muchos casos por primera vez en televisión, asuntos que eran poco menos que tabú o que lo eran del todo: la homosexualidad, la emancipación de la mujer, los malos tratos, el aborto, los embarazos juveniles, el amor en la tercera edad o algo que ahora a todos nos parece obvio y que entonces no lo era tanto, como el hecho de que, pasados los cuarenta, muchas personas rehagan su vida, pongan el contador a cero y empiecen de nuevo.

Además Poblenou hizo mucho por normalizar el catalán, tanto que, cuando en 1995 la serie atravesó los Monegros y comenzó a emitirse en Antena 3 ("Los mejores años") a muchos catalanes les sonó raro oir a sus protagonistas hablar en castellano. Igual de raro que cuando allá por 1983 el archimalísimo J.R. Ewing de Dallas rompió a hablar en catalán. Por aquel entonces la gente se cachondeaba con la idea de que un día John Wayne saliera  en la tele diciendo eso de "jo de tu no ho faria, foraster", así que parece evidente que en todo ese tiempo algo sustantivo había cambiado (para bien) en lo que al uso social del catalán se refiere.

El caso es que -esto es lo que realmente quería contar esta noche- cuando escucho la sintonía original de Eastenders me entra un escalofrío difícil de describir. Para entender porqué me ocurre eso hay que partir de la imagen que sirve de telón de fondo a la sintonía: el Támesis y la ciudad de Londres, con sus calles apretadas que se difuminan por obra de la perspectiva aérea ascendente.

Ignoro la razón exacta, pero esa imágen me da vértigo, como si yo fuera muy pequeño y la ciudad fuera a devorarme. Supongo que algo parecido al vértigo era lo que sentía cuando llegaba a Barcelona en autobús desde Asturias y los carriles de la autopista empezaban a multiplicarse o cuando atravesaba con la mirada perdida en el horizonte las madejas de rotondas que conducen, desde cualquiera de sus aeropuertos, a la City de Londres.

Ese vértigo era el vértigo de no saber qué iba a ser de mi vida. El vértigo de encontrar trabajo. El vértigo de buscar un apartamento, aprender una lengua y reanudar una vida en un lugar en el que apenas conocía a nadie. El vértigo, también, de pelear sin red de seguridad en el caso de que las cosas fueran mal dadas. Y, más que ninguna otra cosa, el vértigo de amar y ser amado.

Mentiría si dijera que ese vértigo es hoy el mismo. Ahora es, apenas, un viejo conocido que, con el paso de los años, se ha ido amansando hasta convertirse en un animal doméstico que ya no está para muchos trotes y que, cuando intenta darte miedo, acaba acurrucado y ronroneando al pie del sofá.

Pero no ignoro que todos somos muchas cosas.

Y yo soy y seré siempre, también, el hijo de ese vértigo.

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