Un caso perdido



Escribir es como sentarse en la arena al atardecer a esperar a que suba la marea, algo poco productivo, bastante melancólico y que requiere su tiempo. Además, a veces te quedas ahí, contemplando el agua con los ojos muy abiertos y pronto presientes que esta vez, por mucho que te esfuerces, no va a ocurrir nada y efectivamente nada sucede. Otras veces, en cambio, la ola llega tan rápido que apenas te da tiempo a ponerte en pie y a levantar los ojos antes de que te arolle y se lo lleve todo por delante. En este asunto no hay arreglos, leyes ni principios y por eso muchas veces intentas convencerte de que es algo que carece de sentido, una completa pérdida de tiempo y de que no tendrías porqué hacerlo. Pero nada de eso importa, porque sabes de sobra, con la certeza exacta e inamovible de las cosas que no tuviste que aprender, que si intentas dejarlo muy pronto sentirás un agujero por dentro y que además será uno de esos agujeros que no se reparan de ninguna manera y por eso, como si esa fuera tu única fe y tu única servidumbre, como si el cartel de la autopista hubiera anunciado hace rato la última salida, como hiciste por primera vez cuando apenas tenías diez años y saltaste de la cama a las tres de la mañana para agarrar un lápiz, no tienes más remedio que resignarte e intentarlo una vez más.



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