Portavoces




Todos tenemos nuestras querencias: a los toros les gusta arrimarse a las tablas y a mucha gente le gusta que le digan lo que tiene que pensar. Y por si acaso se les olvida ahí están para recordárselo los portavoces de los partidos políticos que, dado su lastimoso desempeño sospecho que deben ser reclutados entre los desechos de tienta de algún psiquiátrico clausurado por falta de presupuesto. Escucharles atenta contra la inteligencia, porque son seres que con cada gesto y con cada palabra van trazando en el vacío un pequeño submundo arbitrario de paredes estrechas y verdades inamovibles y no hay dios que les saque de ellas, y, por si eso fuera poco, todos parecen haber llegado a la conclusión de que la verdad es un producto social, una especie de construcción arbitraria y por eso se aprestan a inocularle al populacho por vía endotelevisiva cualquier mentira flagrante del género de esas que se despachan todos los viernes al acabar el último Consejo de Ministros.

Bertrand Rusell, a quien la humanidad nunca admirará lo suficiente, decía que era necesario educar a los niños en la lectura escéptica de la prensa. Yo creo que esta tarea -prevenir el engaño, fomentar la actitud crítica y desconfiar de toda verdad revelada- debería ser el objetivo prioritario de la educación, porque de lo contrario lo único que produciremos será idiotas maleables de diferentes tamaños y modalidades técnicas.

¿Qué hacer para conseguirlo? Para empezar conviene esforzarse en encontrar voces inteligentes alejadas de lo que uno piensa. Siempre las hay y no es difícil identificarlas: nos producen una aguda punzada y un rechazo primario e instintivo que agudiza los sentidos. Nuestro cerebro, como todo sistema complejo, se aviva con los retos y nada nos obliga tanto a cavilar como las ideas de los que no están de acuerdo con las nuestras. Nada bueno nace de la mansedumbre y pensar bien nunca consiste en repetir lo que dicen otros. Por eso mismo no estaría de más que todos los que incurren en el feo y muy generalizado hábito de leer sólo el periódico más acorde con sus ideas abandonaran por un rato ese confortable territorio para adentrarse en lo desconocido.

Otra cosa que juzgo conveniente es despreocuparse de lo que piensen los demás acerca de lo que uno piensa. Cada vez que ponderamos las consecuencias de nuestras opiniones las cambiamos y, en cierto sentido, las falseamos. Uno debe procurar formarse una opinión fundada acerca de aquello que le importa, contrastando en la medida de lo posible la información en la que apoya sus juicios, sin incurrir en apriorismos ni en lugares comunes. Pero, una vez formada, esa opinión no debe ser moderada en atención a lo que los demás puedan pensar de nosotros: en cualquier debate intelectual es preciso ponderar las ideas de los demás, pero es igual de imprescindible desechar sus prejuicios.

Todo esto viene a cuento de esos telediarios poblados por personajes como De Guindos, con esos aires de caduco jugador de casino, Montoro, que siempre parece estar mascando un chiste que no acaba de contarnos pero que le produce mucha risa, Cospedal, que lleva camino de acabar convertida en autoparodia o el portavoz socialista ese de gafitas y rostro flatulento (a estas alturas  ya intuirán que ni siquiera recuerdo su nombre) que resulta evidente que no se cree ni una palabra de lo que dice, pero que, sin embargo lo dice todo con una asombrosa rotundidad, como si el exceso de énfasis pudiera compensar su falta de verosimilitud. Todos mienten sin decoro y todos dicen hoy lo contrario de lo que dijeron ayer y es tal el estado de cosas al que hemos llegado que, a fuerza de sostenida, ya casi ni nos asombra esa farsa cotidiana.

PD. Por lo demás ayer un Guardia Civil entró en prisión por discrepar de un superior que, por lo que parece, era un cretino.  La noticia, como tal, no tiene nada de novedoso, porque si hay una constante histórica inamovible es que quienes se oponen a la estulticia y a la intolerancia siempre lo hacen en detrimento de su salud y de su fortuna, pero me gustaría, en el improbable caso de que alguna vez tuviera ocasión de hacerlo, estrecharle la mano y felicitarle, porque sin esa resiliencia frente a la injusticia no es posible ninguna forma de progreso social (ni personal); progreso del que, a nadie se le escapa, andamos muy necesitados.

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