Sacudirse el polvo

 

A un par de quilómetros de casa, allí en Asturias, había una central térmica con dos chimeneas rojiblancas en la que cada día se quemaban toneladas de carbón para producir energía eléctrica. El carbón chamuscado, en partículas diminutas, se acumulaba en los manzanales y les abría unas llagas negras y doradas que acababan cauterizando las hojas. Los de la central decían que no, que la central estaba dotada de un avanzado sistema de filtros de partículas. Pero yo, que estudiaba de noche, de vez en cuando, a eso de las tres o las cuatro de la mañana escuchaba como limpiaban los filtros en medio de un ruido sordo e inconfundible y, al día siguiente, en el suelo, en el coche, en la caseta del perro, en el bidón de la leche y en todas partes había invariablemente tres centímetros de carbonilla. Mentían, por supuesto y tampoco se molestaban en disimular. Pero a nosotros, gente del norte, habitantes de la niebla y los acantilados del destierro, muelles que no consienten la ternura y minas sin esperanza, aquello tampoco nos importaba demasiado y, de alguna forma, aceptábamos la derrota con deportividad, como si quejarse fuera de señoritos, y sólo protestábamos un poco en el bar a la hora del café, más por hablar de algo que por otra cosa.
 
Tú, en cambio, fuiste la mar de sincera cuando me dijiste que te habías dado cuenta de que lo nuestro no tenía futuro. Era febrero y tiraba un viento del norte que por la noche arrastraba a kilómetros de distancia los aullidos de los raposos y yo, como no tenía máquina quitanieves, tardé unas cuantas semanas en ir retirando a paladas -no las conté pero juraría que fueron muchas- la tristeza que se me había ido acumulando a la puerta de casa. Podría mentir -escribo, así que tengo una idea de cómo se hace-, y decir que no sucedió así o que no me importó o, incluso, que no pienso en ti cuando me refiero a ti o cuando me acuerdo de algo que me recuerda a ti; pero a lo mejor conviene ir dejando de engañarme a mi mismo y es hora de aceptar que ya va siendo hora de ponerme el abrigo, salir a la calle y limpiar de una vez toda la carbonilla que se me ha ido acumulando sobre los hombros en todos estos años de viaje a la deriva y, de paso, ya que estamos, reconocer que todas esas derrotas por la mínima son eso, derrotas, y nada mas y que quizás tengo que empezar a hacer algo más que quejarme con tanta deportividad e ironía.
 
 
Escribimos na llingua de la ñeve,                                       Escribimos en la lengua de la nieve
palabres blanques que caen na tierra                               palabras blancas que caen en la tierra
como estrelles ensin lluz o ecos roncos, alpenes             como estrellas sin luz o ecos roncos, apenas
el murmuriu suave d’una voz estraña,                              el murmullo suave de una voz extraña,
el murmuriu d’un vientu suave que sopla y pasa.           el murmullo de un viento suave que sopla y pasa.
 
Pablo Antón Marín Estrada
 

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