Manolo Escobar



Siempre me gustó Manolo Escobar. De niño, de joven y de menos joven. Al irme haciendo yo mayor y él más mayor todavía (estas cosas siempre ocurren en paralelo) al afecto musical se le iba añadiendo una creciente sensación de simpatía y proximidad, quizás porque se parecía a mi padre o quizás porque se parecía al padre que a todos nos hubiera gustado tener: una figura sonriente y amable capaz de aliviarte las penas con un pasodoble. 

Cuando una persona muere se dicen muchas bobadas y por eso hoy no me ha extrañado escuchar en los telediarios que Manolo había triunfado porque era el símbolo de una época y de un país que se abría al progreso y no se qué otras sandeces panegíricas tan bienintencionadas como extravagantes. 

Creo, modestamente, que el éxito de Manolo Escobar no tiene nada que ver con eso. Manolo era, es y será siempre, al menos mientras perdure la memoria de los que lo hemos escuchado alguna vez, la representación perfecta del aplomo, la prestancia y la galanura. Como un torero imaginario, al cantar se erguía como si fuera a abandonar su propio cuerpo, sonreía con esos ojos llenos de picardía que brillaban como dos tizones, levantaba la ceja izquierda y abanicaba el aire con su mano como si lo hubiera domesticado. Cantaba bien, con seguridad no mejor que otros, pero tenía algo de lo que el resto carece, ese algo intangible que no tiene nombre y que te envuelve. Eso -el genio, el arte, el duende-, que diferencia a los artistas de verdad, a ese puñado de elegidos, de todos los demás: cantantes de medio pelo y de tres cuartos, contorsionistas epilépticos, vendedores ambulantes de melones y portavoces políticos de toda laya.

Cada época tiene sus gustos y contra eso no hay nada que hacer. Con todo, no puedo evitar pensar que si los ídolos de las viejas generaciones eran, entre otros, Manolo Escobar y Frank Sinatra y que si hoy lo son interfectos y protohomínidos como el tal Justin Bieber, nuestra especie se asoma a una recesión mucho más insondable y mala de remediar que la económica.

PD. Hay gente -poca- que no tendría que morirse nunca. Manolo Escobar era uno de esos.


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