Pequeños azares


Un poema de Kavafis, tres cebollas rojas de las que hacen llorar, las instrucciones para la evacuación de la cabina de pasajeros en caso de emergencia que use varias veces de paraguas improvisado en Port-adhair Dùn Èideann (que no es, como parece, élfico sino gaélico escocés), el brillo de los campos de lúpulo leoneses en una tarde imprecisa de principios de septiembre, esa canción de Leonard Cohen en la que se pregunta a que se refieren cuando le piden que se arrepienta, una terraza de hotel desde la que veo pasar a un pareja de alemanes que caminan sobre la arena cogidos de la mano, mi padre abriendo la puerta de casa con el periódico bajo el brazo, un bar en los márgenes de la autovía Madrid-Benavente cuando la gran ciudad todavía no se ve pero ya se presiente en los modales de los camareros, una receta de antibióticos que habías perdido y que aparece debajo de uno de los asientos del coche, la luna que se asoma por encima de las empinadas callejuelas del viejo puerto de Skopelos, la foto de cuatro viejos amigos con gafas que sonríen con timidez, una espiga de trigo que crece entre las hojas de un libro y el olor de la cocina de casa los domingos por la mañana cuando regresábamos de cazar con las orejas congeladas. 



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